6 | El día que me dio fiebre

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Mi tercera y última escapada ocurrió en diciembre. Ya lo sé, pasaron más de dos meses sin que me devolvieran a la agencia. De hecho, empezaba a acostumbrarme a visitar el internado los viernes.

Elyssa seguía allí: abrazaba a Damon cada vez que lo veía y aceptaba todos los regalos que él le traía, porque siempre le compraba bolsos, o esmaltes, o carteras llenas de brillantes. A mí me regalaba collares, pero los tenía en una caja en mi cuarto, al fondo del armario.

También hacía galletas y siempre me apartaba una pequeña bolsita; yo se las daba a Colton porque no podía calcular con exactitud las calorías de cada una.

Varias veces me trajo flores, igual que a Virginia, y a Colton le regalaba peluches. Yo usaba los tallos de las flores para arañarme los brazos, porque si usaba la cuchilla de Colton y no la limpiaba bien, podría causarnos una infección y me descubrirían.

De cualquier modo, volvamos al viernes, veintiuno de diciembre.

Celine me había invitado a irme a Calais con su familia desde el puerto de Dover, pero yo no tenía ni idea de cómo llegar allí.

Como me avisaron que partiría a las diez de la noche, el último día de clases me infiltré en la biblioteca para anotar en mi cuaderno todos los andenes, horarios y direcciones que debía tomar, pues no contaba con un teléfono propio todavía. Probablemente los Barrett no me lo comprarían hasta que no confiaran en mí.

El viernes me dolía la garganta. Hacía más frío que de costumbre, había estado lloviendo durante una semana y esa noche no era la excepción. Cuando me llamaron a cenar a las ocho, dije que me dolía la garganta y solo me tomé la sopa.

Virginia estuvo vigilando cada uno de mis movimientos hasta que me levanté para irme a mi cuarto. Entonces me llamó aparte.

—¿Estás a dieta?

Nos habíamos detenido en el pasillo, fuera de la cocina. En voz baja me preguntó cuánto pesaba y le dije que no lo sabía. Esa mañana había visto cincuenta y cuatro kilos en la báscula a los cuales no renunciaría por nada.

Y Virginia se cruzó de brazos.

—Anja, no estás comiendo bien —sentenció, y por inercia, alcé las cejas.

—¿Cómo lo sabes?

La vi abrir los enormes ojos castaños.

Daba miedo.

—Si estuvieras comiendo bien, no estarías perdiendo tanto peso —protestó—. Y lo entendería si naturalmente tuvieras esa complexión, pero te estás obligando a tener un paso más bajo del mínimo que tu cuerpo necesita.

Apreté los puños.

Usaba ropa ancha para disimular el peso que estaba perdiendo; tenía el pelo seco y dañado. No me molestaba en cuidar ni mi cuerpo, ni mi cabello ni mi piel. Y en ese momento, en vez de rendirme, me enderecé con más orgullo.

—Estoy bien.

Prefería estar delgada a viva. Que mi ataúd fuese ligero era mi meta. Si me desmayaba, o me caía, quería que me levantasen sin esfuerzo. Pero eso no ocurriría hasta que llegase a mi peso ideal.

Había notado que mis costillas sobresalían; los huesos de la cadera todavía no asomaban. Por las noches, cuando mi estómago rugía de dolor, me lo golpeaba hasta que se me hundía.

Cerré la puerta de mi dormitorio con pestillo y empecé a empacar la única maleta que tenía, una de color negro. Junté toda la ropa de invierno que usaría, además de calcetines y mudas interiores, y apagué las luces.

Miré mis libros y consideré llevármelos.

Por eso mis calificaciones no subían: estaba demasiado cansada como para estudiar, llevaba dos asignaturas arrastrando y aprobaba las demás con la nota mínima. Nunca había sido inteligente para estudiar, aunque devorase cualquier otro tipo de libro.

𝐋𝐨𝐬 𝐝í𝐚𝐬 𝐝𝐞 𝐀𝐧𝐣𝐚Donde viven las historias. Descúbrelo ahora