26 | El día que fuimos a París

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Creía en las profecías de los libros de fantasía y magia. Creía en los milagros que los autores orquestan para que los caminos de los personajes se vuelvan a unir. Pero la vida real es diferente.

En la página doscientos ochenta y cuatro de La canción de Aquiles, justo al lado de la frase "él es la mitad de mi alma, como dicen los poetas", había escrito mi número de teléfono. Solo si lo leía entero, descubriría cómo contactarme.

Pero en un año podían suceder demasiadas cosas. En un año podría encontrar a alguien más y enamorarse como nunca se había enamorado, y yo podría hacer lo mismo. Sin embargo, ni siquiera era capaz de sacármelo de la cabeza por las noches. Es decir, en tres meses el maldito se había convertido en mi mejor amigo. Le había contado de mi desorden cuando no había sido capaz de hablarlo con nadie más fuera de mi familia y Elyssa, le expliqué que ya había tenido un primer novio, sabía cómo se llamaban mis padres, mi hermano y mis libros favoritos.

Lloré durante el vuelo de Estocolmo a Londres. A la primera persona que vi al llegar a Londres fue a mi padre, que me esperaba en la entrada con el cabello revuelto sobre los hombros, como si el viento se lo hubiera sacudido, con su sudadera negra, como de costumbre. Y aunque intenté sonreírle, me eché a llorar otra vez.

No pude moverme hacia él. Me quedé parada como estúpida en la sala rodeada de personas que buscaban a sus familiares, sumergida en el barullo de voces y de timbres de altavoces, cuando me cubrí la cara. Y sentí sus brazos rodearme, porque se había acercado.

Aunque no dijo nada, sé que le preocupaba que algo me hubiese ocurrido. Me agarré con todas mis fuerzas a su sudadera, sollozando como si me hubiesen destrozado el alma en mil pedazos, y su mano me apretó con cuidado la cabeza.

—¿Quieres hablar?

Le conté todo en el coche, de camino a casa, aunque llorando.

Me solté el cabello por fin. Lucía cansada por culpa de las ojeras, pero Damon no lo mencionó. Mientras me aseguraba de aplicar corrector bajo mis ojos, algo que no había hecho la mayoría de días del campamento, aunque gimoteando, le conté que tenía un amigo al cual no volvería a ver en la vida.

Le enseñé el anillo y el grabado, le expliqué que habíamos hecho una profecía y que sentía que estaba en un cuento de hadas pero que probablemente no volveríamos a vernos, y Damon soportó mi drama todo el viaje.

Me escuchó pacientemente, como si no supiera cómo sentirse al respecto.

Creo que, dentro de él, batallaba entre preocuparse porque yo había estado cerca de un hombre y entre aconsejarme que persiguiera mis sueños. En ese momento no lo sabía, pero estoy convencida de que Damon no había querido que me enamorase tan pronto otra vez.

Le conté la misma historia a Virginia esa noche, hecha un ovillo en el sofá de la sala, envuelta en mi manta de invierno aunque en realidad no hacía frío, con mi burrito entre las manos. Habían pedido comida mexicana para cenar y yo, aunque ya me había bañado y cambiado, no conseguía dejar de llorar.

Virginia, sentada en el brazo del sofá, también esperó calmadamente a que mi relato finalizase. No sé si me estaban juzgado o se compadecían de mí, de mi ingenuidad. Tal vez querían decirme que era la estupidez más grande que hubiesen escuchado, pero nunca lo hicieron. De hecho, eran la clase de padres que me apoyarían aunque quisiera buscarlo por todo el mundo.

—Si te dijo que esperases un año —solucionó Virginia al fin, tras revisar el anillo de hierro en cada una de sus curvas e imperfecciones—, entonces hazlo.

Mis hombros se sacudieron cuando la miré. Tenía la cara llena de lágrimas, pero había mordido el burrito igual.

—¿De verdad crees que se acuerde de mí?

𝐋𝐨𝐬 𝐝í𝐚𝐬 𝐝𝐞 𝐀𝐧𝐣𝐚Donde viven las historias. Descúbrelo ahora