27 | El día que se cumplió la profecía

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Aunque debo admitir que al principio no imaginaba una vida con los Barrett, me di cuenta muy pronto de que los dos eran exactamente los padres que necesitaba.

Eran capaces de ponernos primero, significara lo que significara, a mí y a Colton. Estaban con nosotros aun cuando nos equivocábamos y apoyaban nuestros sueños hasta que se hacían realidad.

Aun sin conocerles, Eloi contactó a mi madre en junio, puesto que yo cambié de número telefónico, y les pidió viajar para reencontrarnos, porque él estaría arriesgando su estatus legal.

—¿Cómo sabes que lo envió él? —le había preguntado a Virginia.

—Él mismo me pidió la dirección.

—¿Y qué hace en París?

—Sé lo mismo que tú, Anja.

Cuando escuché que íbamos a París de forma premeditada y calculada para que mi padre no se muriera por el camino, pensé que se trataba de ir a Disneyland. Era el lugar favorito de Damon. Mis padres habían pasado allí su luna de miel, y también fueron por el cumpleaños de Damon, antes de adoptarnos.

No nos habían llevado a Colton y a mí porque no era nuestro tipo de vacaciones soñadas.

Tomamos el metro, el ferry y, desde Calais, viajamos tres horas en tren hasta París. Yo hablaba un mínimo de francés que había aprendido en todos mis viajes a África, pero no me servía para practicar allí. No era mi intención aprender francés.

Pasamos todo el día alrededor de la Île de la Cité, específicamente en Place Dauphine, donde compramos croissants. Nunca me ha gustado comer en la calle, pero cuando estaba con mis padres, se me olvidaba. A un lado de la acera, todas las hojas de los árboles se estaban cayendo. Vi los escuchimizados troncos grises, y las viejas ramas, muertas; cuando el viento soplaba entre ellas, y entre los matorrales ya secos de los parterres en los parques, sonaba como suena el oleaje del mar.

A esa hora, la ciudad se había teñido de un filtro cremoso y dorado. Vi farolas ornamentadas como las que había en Londres, y columnas de orden jónico en los edificios, y calles largas de monumentos y arquitecturas románticas. Al final de la larguísima acera que recorrimos, giramos en dirección al puente que cruzaba sobre el Sena.

Por fin, después de caminar durante horas, entramos a una cafetería en la acera opuesta al puente, frente al Sena. Virginia me había planchado el cabello antes de viajar, por lo que me caía largo y lacio, hasta la mitad de la espalda. A pesar de ser septiembre, había tenido que enfundarme en un abrigo negro que me protegiera del frío, porque se entremetía bajo mis jeans, y en mis botas, y me congelaba los huesos.

Lo había buscado por todas partes, esperando verle entre la multitud, pero Virginia decía que no sabían exactamente dónde buscarle, a menos que nos dirigiéramos a la dirección del empaque del libro. Mi corazón no había dejado de latir exageradamente rápido desde que habíamos llegado.

Me comí el croissant, todavía buscándolo de lejos, en la cafetería, pues hacía demasiado frío como para sentarnos fuera, pero justo cuando había terminado de beberme el chocolate caliente, Damon me pidió que tomase una foto desde la calle paralela, del Sena.

—¿Quieres una foto del río?

Él, tan monótono como siempre, se encogió de hombros.

—Nos gustan los ríos.

Me levanté y agarré mi teléfono de la mesa, el nuevo que había conseguido comprar con el esfuerzo de mis horas en el jardín de infantes, para cruzar la calle hacia el Pont Neuf, de piedra sobre el muelle, para intentar captar los arcos al otro lado del cruce.

𝐋𝐨𝐬 𝐝í𝐚𝐬 𝐝𝐞 𝐀𝐧𝐣𝐚Donde viven las historias. Descúbrelo ahora