23 | El día que le cambiamos el nombre a las constelaciones

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Dejamos el campamento a las ocho de la mañana porque el viaje en autobús duraría una hora y media debido a la desorganización en las carreteras.

Los fines de semana, se organizaban tours a la ciudad, o al menos a la zona equipada, por lo que solo tendríamos que pagar el viaje en autobús. Como de todos modos no trabajábamos los fines de semana, May accedió.

Lo último que me imaginaba haciendo era yendo hasta el centro comercial para comprarle unas deportivas a un refugiado que me había tratado como si le estuviera haciendo un favor a su comunidad al ayudarlo, pero ahí estaba: eligiendo deportivas para él porque el maldito se había colado en mi mente y yo era incapaz de pasar una necesidad por alto.

—Es la última vez que hago esto —le dije a May.

Estábamos en una de las tiendas departamentales y, para mi sorpresa, había encontrado cosas de buena calidad en medio de un mar de falsificaciones e imitaciones. Revisé el material y el interior para asegurarme de que fueran cómodas.

—Lo dudo.

May se había cruzado su diminuto bolsito sobre el torso.

Mientras yo iba en joggers, mi camiseta blanca y una especie de velo marrón sobre la cabeza, tan holgado que se escapaban mechones rojos de mi cabello, May iba en un top de tirantes y anchos pantalones de verano.

—No sabes lo grosero que es conmigo —murmuré.

—Tampoco eres amable con él.

Hice una mueca. Tal vez porque era divertido ver su expresión de falsa indignación, o porque en el fondo, no le ofendía nada de lo que yo decía.

—Así nos llevamos —protesté—. ¿Sabías que es un insurrecto?

May casi sonrió.

—De tu tipo.

Hice una mueca de disgusto.

—Claro que no. Hay montones de personas con historias así —repliqué.

No lo estaba invalidando, sino aclarando que yo no me enamoraba de alguien solo por su historia. De ser así, me habría casado en mi primer viaje de voluntariado.

Además, no quería que me gustase nadie. Quería estar soltera, viajar, ayudar y conocer gente de todo el mundo, no enamorarme.

Compré las deportivas, pero le pedí a May que se las llevara. No soportaría que se burlase de mí o dijera que lo hacía por lástima. Lo hacía porque no podía ignorar una necesidad.

Regresamos a la hora del almuerzo.

No sabía qué pasaría con Eloi, si Jesaja lo movería a otra zona del campamento con tal de protegerlo, porque imaginaba que no sería seguro para él permanecer allí.

Habían llegado provisiones esa semana.

Desde Yaundé, tráilers y camiones viajaron dieciséis horas por carretera para hacernos llegar alimentos básicos, mantas y papel higiénico. Éramos decenas de voluntarios en el campamento, pero los refugiados nos superaban en número de forma exagerada.

Un sector de los voluntarios también se dedicaba a equipar y capacitar a los refugiados para que pudieran encontrar asilo político en Camerún, protección legal y representación. Les ayudaban con los papeles que necesitarían, porque la mayoría no contaban con documentación debido a que habían huido por cuestiones políticas, guerra o represión religiosa.

Mientras May iba a entregar las deportivas al otro lado del campamento, en el área masculina, decidí entrar al comedor comunitario. No era mi trabajo ayudar a servir la comida, pero me gustaba asegurarme de que los niños tuvieran suficiente pan antes de sentarme.

𝐋𝐨𝐬 𝐝í𝐚𝐬 𝐝𝐞 𝐀𝐧𝐣𝐚Donde viven las historias. Descúbrelo ahora