CAPÍTULO 6

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Aun dentro de la habitación se podían escuchar los susurros rompiendo el silencio, las personas estaban en pésame por la muerte de Perséfone. Tal vez no había sido un demonio, pero había logrado ganarse el cariño de los demás, poco a poco causando un cambio en el submundo, volviéndole un lugar más luminoso.

Ahora todo parecía hundirse en la oscuridad.

Su padre no se apareció desde entonces, y él se negaba a imaginar cómo se encontraría con la muerte de su esposa.

Miston observó de reojo la puerta, sin escuchar nada más que un lejano balbuceo de voces, después volvió su mirada a Ameimon, inconsciente sobre la cama. Cada vez preocupaba más al mayor, ya que pasaban las horas y él seguía sin despertar, frío y pálido.

Permaneció junto a él en el borde unos segundos más, decidiendo subir a esta y recortando la distancia entre ellos.

-Despierta -dijo aún de forma muy seria, moviendo el cuerpo de Ameimon sin ningún resultado.

Al no obtener algún cambio aparente dejó de intentar, sosteniendo su rostro entre sus manos, con el tacto frío de su piel. Meditó un momento en silencio, con una mueca, sin apartar los ojos de su rostro dormido.

Miston arrastró una manta cercana sobre su regazo, tendiéndola sin apuros sobre el cuerpo de su hermano en un intento de calentar su piel.

No pensó bien los ilógicos actos que realizó después, como si su cuerpo se moviera por sí mismo. Se recostó junto a Ameimon, envolviéndole en brazos de modo que sus cuerpos se unieran en tacto, sintiendo la helada sensación de su piel junto a la suya, en proceso de producir su propio calor.

Se sintió aliviado con el movimiento que rompió la ilusión de abrazar un muñeco de porcelana, unos brazos pequeños faltos de conciencia correspondieron su gesto, rodeando su torso sin fuerza.

Apreció entonces su rostro tranquilo y dulce, sin lágrimas en sus mejillas, entre su mirada brumosa. Los párpados pesados cerraban su visión con cortinas oscuras y poco nítidas, otorgándole más fuerza al calor de la piel, la suavidad de las mantas y los desagradables susurros, junto al olor a sangre que no había desaparecido, aún cuando lavó con esmero sus manos, una y otra vez.

El hedor a sangre humana seguía impregnando sus garras.

Incluso con aquellos detalles desagradables, tener a Ameimon cerca se sintió agradable.

Lo primero que vio al abrir sus ojos fue a su madre, como una estatua de mármol junto a la cama, viéndole, seguramente juzgando el gesto irracional que tenía hacia Ameimon en ese momento. Seguía inconsciente, pero era notable que pronto despertaría.

-Madre -murmuró, en un tono educado y a la vez con un gran respeto.

Su madre vestía llamativa, como siempre; con una cabellera sedosa de un lacio perfecto del mismo tono que él heredó. Sus ojos eran como dos perlas entre azuladas y moradas, adornadas con largas pestañas, dándole un toque más atractivo. Su piel pálida llegaba a dar la impresión de ser helada como hielo. Su figura era la cereza del pastel, delgada con una cintura marcada, dejando el protagonismo a sus atributos que no dejaban lugar a la imaginación con el vestido ajustado y escotado.

Ella le miró sin emoción alguna antes de responder.

-Han dejado el alimento de tu hermano, será propio que coma algo después de lo sucedido con Perséfone -informó aún sin gran emoción-. Tu padre vendrá dentro de una hora.

 Tu padre vendrá dentro de una hora

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A raíz del odio [Ya a la venta ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora