CAPÍTULO 11 PARTE 3

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Miércoles, 9 de octubre de 1940.
9:45 a. m.
RE‐UBICACIÓN DEL NRO. 1918.

No tenía ganas de moverse del suelo, había despertado tumbado en el mismo sitio donde se quedó inconsciente, mas a pesar del paso de las horas no se levantó. Lo único para lo que alcanzaban sus fuerzas era para jugar con el único entretenimiento que tenía cerca.
Entre sus manos tenía los huesos del brazo que el día anterior había comido. No podía sentirse perturbado, esos huesos parecían ser su única compañía en ese lugar que le había traído dolor tras dolor.

Los huesos eran de variados tamaños. Siendo los más pequeños los pertenecientes a dedos, con los que creaba pequeños caminos, siguiendo el rumbo marcado por una de las grietas en el suelo de piedra. Era agradable ver su color blanquecino en aquella oscuridad, o sentir el contacto de algo en su piel, algo que alguna vez tuvo vida. Era reconfortante sentirse cómodo de poder tener a alguien que no le hará daño, aunque fueran solo sus huesos.

No sabía por qué pensaba eso ahora.

El sonoro chirrido de la puerta abriéndose lo alertó. Ese simple ruido le daba tanto miedo que se apresuró a arrinconar su cuerpo en una esquina, abrazándose a sí mismo en un intento por alejarse. Se presionó contra la pared. Gruñó como un animalito herido y aterrado.

Ya no vio al hombre de la bata blanca. En la entrada solo se encontraba el hombre del Vaticano, con su rostro hundido en seriedad. Permaneció un segundo inmóvil, como contemplando su ridícula imagen consumida por el miedo. Cuando decidió adentrarse a la estancia lo hizo sin inmutarse, no había ni una pizca de miedo o precaución hacia sus amenazadores gruñidos. Parecía percibir la parálisis a causa del miedo que le impedía atacarlo, la cual lo mantuvo en ese sitio arrinconado cuando el hombre se puso en cuclillas junto a él, sin tener la fuerza de cortarle la garganta, teniendo la oportunidad. No pudo hacerlo. Sus músculos no respondieron. Sintió el pinchazo, la aguja se enterró en su cuello, inyectándole el ardiente líquido en las venas. La poca fuerza que quedaba en su cuerpo se desvaneció. Se sentía pesado y débil. No fue suficiente para quedarse dormido, pero ahora sería difícil siquiera forcejear.

El hombre retiró sus cadenas. Podría ser el líquido en sus venas, pero agradecía sentir sus extremidades aligerarse sin el peso del metal, recuperarse un poco del insistente entumecimiento. El hombre se apresuró a rodear con sus rugosos dedos su brazo, apretando sin consideración, casi con un rencor silencioso. Podía imaginarlo lanzando lejos su cuerpo, como a un muñeco de trapo de haberlo deseado. Ya no le dolió el agarre o el fuerte tirón que le obligó a levantarse, a comparación de las heridas anteriores eso era tan poco que no llegó a reaccionar. Con dificultad siguió al hombre al exterior de su inmunda celda, sentía como si hubiera olvidado caminar después de tanto tiempo sin hacerlo. Daba tropezones, se tambaleaba y no comprendía cómo se sentía el suelo bajo sus pies.
Fue guiado (casi arrastrado) con bruscos tirones por los pasillos oscuros. Todos parecían ser iguales, llenos de celdas, con una sombría iluminación por bombillas fosforescentes y el hedor a putrefacción. El ambiente cambió drásticamente con la llegada a un nuevo pasillo, abriéndose camino dentro del mismo abismo. Relucía. Era iluminado por completo gracias a unas potentes luces en el techo. La luz lo cegó momentáneamente. Con los ojos entrecerrados observó, en medio de la blancura de iluminación, una puerta metálica de dos piezas al final del pasillo. Daba la sensación de ser muy pesada, como la entrada de una enorme celda en tonos platino.

El hombre la abrió con un fuerte movimiento, produciendo un débil chirrido. No dio la impresión de tener algún tipo de candado, o mecanismo de seguridad. Era una simple puerta con una apariencia aterradora. Debía haber imaginado que lo peor se encontraría al otro lado. Un nuevo conjunto de pasillos se abrió ante sus ojos, muy diferentes a los que había dejado atrás. No existía ningún indicio de humedad mohosa ni algún tipo de suciedad acumulada en las grietas del suelo, tampoco el olor hediondo similar a un cadáver. En cambio, cada rincón se encontraba cuidadosamente pulcro, las paredes reflejaban la brillante luz de bombillas azuladas en su color blanco. Todo era blanco. Un blanco enfermizo con olor a desinfectante, más que un alivio, su brillante imagen le recordó al hombre de la bata.

A raíz del odio [Ya a la venta ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora