María, la entrometida

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El día siguiente llega en un abrir y cerrar de ojos. Noto que no me quité el vestido de anoche. Entonces anoche me golpea como una ráfaga: lo que dije, lo que hice, lo que casi hago. Dios santo.

A veces pienso que mis acciones a partir de las diez de la noche son muy cuestionables, por lo que asumí que es mi falso estado etílico. Todo lo que digo a altas horas de la noche debe ser ignorado, pisoteado y olvidado; no soy yo, es alguien que no reconozco. Todavía no descubro qué es lo que detona mi comportamiento, pero siempre termino por humillarme sin darme cuenta y en la mañana siento vergüenza hasta las orejas.

Mi madre debería saberlo mejor, mi madre debió prohibirle a Aaron mi salida. Pero no lo hizo, y ahora debo pensar y retorcerme, porque me burlé de Isabel y yo no soy así. Y le dije a Aaron que me dejara en paz, y lancé besos como primera dama. Tomo una almohada y grito contra esta.

—¿Estás bien? —María está al otro lado de la puerta, mirándome como bicho raro—. ¿Has visto los aretes de cereza?

—¿Hablas de mis aretes de cereza?

—Si no quieres que los use, escóndelos mejor.

—Sal de mi cuarto, María.

—¡Sara, es importante!

—¿A dónde vas a ir? ¿A tomar el té?

—Voy al parque, pero quiero usar los aretes de cereza porque Yanina estará ahí. Y si me dice creída de nuevo le voy a tirar yo el helado —gruñe.

—María, escúchame bien. —Me acerco a mi tocador y saco el par de aretes. Cuando la miro, está bien atenta y me causa gracia—. Si pierdes un solo seguro, te voy a arrancar las orejas con mis propias uñas. ¿Entendiste?

—Sí, entendí. —La veo tragar. Está asustada; bien—. Gracias —dice cuando se los entrego.

—Y no le tires helado a Yanina, no te rebajes.

Cuando se va, vuelvo a tirarme a la cama con un suspiro.

Desafortunadamente, en la tarde recuerdo que todavía tengo que hacer una pijamada con las gemelas. Así que, empaco mi pijama en una mochila color crema, aquella que me tejió mi abuela. 

María ya regresó del parque. Yo me paré en la puerta como un sargento cuando la vi llegar. Extendí mis manos y ella me entregó, sanos y salvos, mis preciados aretes. Ahora la escucho conversar con mamá, que acaba de llegar del trabajo.

—Creo que voy a hacer un slam este año —comenta María. Está armando un rompecabezas con ella.

Un slam es un cuaderno para la escuela que se decora con recortes y dibujos, donde se hacen varias preguntas sobre datos personales, sobre todo, preguntas sobre chicos. Se pasa de mano en mano en el aula y todas lo llenan hasta que se acaban las hojas. El año pasado lo hicieron en mi salón, pero mi profesora se dio cuenta de inmediato y suspendieron a esa niña por dos días.

—María, no hagas tonterías. Si una profesora se lo quita a alguien y le pregunta quién lo hizo, ¿crees que se van a quedar calladas? ¡Ay, pobre de ti si me citan a una reunión!

—Eres muy pequeña para hacer un slam —le digo mientras camino hasta mi cuarto—, por lo menos espera hasta entrar a secundaria.

—Escuché que este año Milagros va a hacer uno.

—¿Y si Milagros se tira de un puente tú también te tirarías? —regaña mamá.

—Ya, está bien. No voy a hacer nada entonces. —La escucho suspirar—. Hay que hablar de otra cosa.

—Ayer yo escuché que Sara estaba peleando con Aaron...

—¿Acaso pegan sus orejas a las paredes? ¡Chismosas! —les grito, y ellas se ríen. Mamá aclara:

—No entendí nada de lo que dijeron, pero sonabas molesta.

—¡Ayer llegaste y te metiste en tu cuarto sin contarme qué pasó! —Maria insiste—. ¿Qué hizo Isabel? ¿Le hablaste? ¡Yo vi que Aaron te habló!

—Si lo has visto todo desde la ventana, ¿por qué preguntas? —contesto.

—Porque después mamá me gritó que estaba siendo metiche y no vi más. Entonces te pregunto a ti.

—No pasó nada, sapa.

—Lo averiguaré por mi cuenta. —Ruedo los ojos. No me importa. Nada entre Isabel y Aaron me importa. Esto solía serme indiferente; no va a cambiar ahora. 

Me concentro en escoger mi ropa; tomo una short jean y un crop top rosa de tiritas. En todo lo que puedo pensar es que no quiero ir.

Coloco la mochilita en mi espalda y camino hasta la sala, donde están ellas.

—Ya me voy —les digo. Beso la mejilla de mamá. A María la ignoro.

—No te pelees con Aaron. Es un buen chico —me aconseja mi madre.

—Tú sabes que no es un buen chico.

Ella me da una palmada en la boca y yo me quejo. —Yo sé lo que digo. ¿Acaso tú le cambiaste los pañales?

—No.

—Entonces no me cuestiones.

—Aaron es muy bueno —repite María como lorito—. Él me trae chocolates de Suecia.

—Bien por ti.

—Envidiosa. —Me saca la lengua.

—No peleen. —Mamá repite eso, al menos, dos veces al día.

—Ahora sí me voy. —Me despido con la mano de camino a las escaleras—. No le voy a decir nada a Aaron. No le voy a hablar siquiera.

—¡Vete de una vez!

—¡Adiós!

—¡Y no vuelvas! ¡Vamos a cambiar la cerradura! —exclama María, y mi madre suelta una carcajada.

Fantasía en DelirioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora