La mirada pragmática

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Ayer, por la mañana, mi mamá nos llevó a la tienda de accesorios de su amiga. Habían guantes, joyas, lazos, ganchos y broches.

—Escojan algo que combine con sus vestidos —dijo. Solo una cosa. ¡Pero habían tantas opciones!

Terminé por escoger una peineta dorada con flores azules. María quiso una diadema de perlas falsas, no sin antes pedir mi opinión.

—Tu hija parece asesora de modas —bromeó la mujer en el mostrador.

Mamá rodó los ojos. —Dímelo a mí. No sale a ningún lado si sus zapatos no combinan con el pantalón.

Me reí un poco avergonzada.

—Déjala, que la vanidad no hace daño. 

—Ay, pero si vieras su cuarto...

Shh...

Ahora estamos en el segundo piso de la casa de los Larsson. He subido muy pocas veces, porque este es el piso de la señora Agatha. Tiene una alfombra gigante en la sala y un candelabro pasado de moda. Pero se siente muy acogedor, en general.

Lo que me gustó más fue el tocadiscos al lado del librero. Debajo tenía una caja con vinilos varios, y se me permitió escoger cualquiera. Puse uno de Camilo Sesto, colocando la aguja con mucho cuidado; odio el sonido que hace cuando se estrella.

Se hace de noche y la vida parece tan tranquila, incluso con la presencia incómoda de Aaron. No sigo tan enojada con él, en realidad casi nada, pero seguimos en la línea imprecisa, donde no nos hablamos. Aaron, por su lado, tiene los ojos enfocados en su gameboy, así que no me preocupo mucho.

Suena Algo de mí, mientras la señora Agatha, las gemelas y mi mamá juegan a las cartas.

—Yo tengo dieciocho —dice María.

—Imposible. —Anne le quita sus cartas para contarlas por su cuenta. Luego suelta un gemido—. ¡Dieciocho cartas!

Su abuela le enarca una ceja a mi hermana. —Tengo que llevarte a jugar con las vecinas. Me harías rica...

—Pero tienes que darme el cincuenta por ciento de tus ganancias.

Todas estallan en carcajadas. —¡Mírenla, pues! Tan chiquita y ya me está cobrando.

Aaron me está mirando a propósito. Ha dejado su juego y parece que quiere llamar mi atención, yo quiero que deje de molestarme.

Me voy a la cocina por un vaso de agua. Esta es más pequeña, porque, aunque es una réplica exacta de la división del primer piso, el espacio original de la cocina se ha convertido en una extensión de la sala, de modo que tuvieron que mover la cocina a lo que iba a ser la biblioteca, que ahora solo es un estante al lado del tocadiscos. Aquí tampoco leen mucho, entonces no importa realmente.

Estoy sirviéndome agua de la tetera cuando escucho pasos.

—Sara.

Pego un saltito que casi provoca que suelte la tetera. Pero me enderezo de momento, como si nada. La música llega hasta acá.

Te vas, amor, pero te quedas... —canturreo, ignorándolo.

—No puedes ignorarme para siempre.

Me sirvo el agua y volteo con mi vaso, del cual bebo sin mirarlo a los ojos. Queda un poco en el fondo; recuerdo que la señora Agatha se enojaba si devolvíamos el agua restante a la tetera. Decía que era antihigiénico, que lo es, pero en ese tiempo éramos niños. ¿Qué nos importaba la higiene? ¿Qué nos importaba cualquier cosa?

—No te estoy ignorando.

Aaron se apoya en la refrigeradora, con esa sonrisa suya, tan fácil. Fácil porque siempre le ha funcionado al muy presumido, es infalible. Caería cualquiera.

Fantasía en DelirioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora