Aaron e Isabel

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No me gusta cómo me está mirando la señora Agatha. En sus ojos hay un reflejo de lástima, pero no debería sentir pena por mí. Yo estoy bien.

—¿No te quieres quedar a cenar? Llama a tu hermanita.

—No se preocupe, yo ya preparé algo en mi casa.

Estuve toda la tarde esperando a Aaron. Llegué a las dos y media, cuando María ya se había ido a jugar al parque. No me preocupé por la hora; si Aaron habla de la tarde probablemente se refiere a las cuatro. Conversé con las gemelas, me invitaron un poco de té, ordené los libros de español que me trajo su madre, repasé lo que estaba estudiando. A las cuatro María regresó y se quedó a hacerme compañía un rato, pero ya se fue a jugar de nuevo. Me amarré el cabello y me lo volví a soltar, me mordí las uñas porque no quería aceptar que estaba avergonzada; entonces ya eran las cinco.

—No lo esperes —me dijo Anne—. Cuando vuelva le voy a gritar su vida. Y no quiero que le hables hasta que se disculpe. Pero una disculpa de verdad.

Pero lo esperé. Son las seis en punto cuando me levanto del sillón, dispuesta a marcharme. Siento una cólera que ya no puedo disimular. En la última media hora me quedé conversando con la señora Agatha, quien me detiene antes de abrir la puerta.

—No te iba a decir nada, hija, pero... —La veo contrariada, hasta que suelta un suspiro—. Ese jarrón no es mío.

—Ah. —Mis mejillas se sonrojan al instante—. Disculpe, fue idea de Aaron. No debí aceptar comprar otro, seguramente tenía un valor sentimental...

—No, no. —Ella se levanta para tomar el jarrón en el estante—. El jarrón que rompieron no era mío. Ese jarrón lo compró Aaron hace tres años. Lo rompió un día jugando a la pelota dentro de la casa y lo reemplazo como si yo no me fuera a dar cuenta. Mira, en total he tenido tres jarrones. ¡Qué chiste!

Ayer me habría reído por el atrevimiento de Aaron. Me habría parecido adorable, y si él hubiera estado conmigo, se habría encogido de hombros, con una sonrisa disimulada. Porque a él no le importa nada; es exactamente eso lo que me hierve la sangre ahora. A él no le importa nada, él llega y se lava las manos. Y, por supuesto, yo lo espero.

Ya no más.

—Pero tú sabes por qué te digo esto, ¿no? —Me da una mirada significativa—. Aaron es muy gracioso hasta que empieza a molestar. Yo lo sé de primera mano. Te está haciendo eso, pero no te dejes. Tú y yo sabemos dónde está ahora. No te dejes, Sara.

Por supuesto. Yo sé con quién está.

Al salir me pega el aire fresco del verano. Respiro su silencio, y es así que tengo fuerzas para caminar como si la vida no me pesara. No me di cuenta de lo mucho que avanzaron mi sentimientos por él, pero aquí estoy, desilusionada. Sé que estoy hundida porque me estoy preguntando toda clase de sinsentidos. ¿Por qué Aaron no se fija en mí? ¿Qué me falta, qué estoy haciendo mal? ¿Por qué no le gusto al único chico que quiero gustarle?

Me pregunto también cuándo bajé la guardia, si yo sabía que él siempre regresaba a ella.

Esta es la historia de amor de Aaron e Isabel, el cuento que encaja en mi estantería. Se van a querer hasta el final, no importa cuántas veces se separen. Son almas gemelas, e incluso en continentes distintos, sus corazones encuentran el camino para estar juntos. Así lo ha decidido el destino. Qué sino tan cruel, pues, que me ha enseñado a la mala que yo soy la chica que se queda mirando.

María me está esperando el la vereda. Sus ojos están caídos, y cuando estos se encuentran con los míos vuelvo a ver esa compasión de la señora Agatha. Sé que también los ha visto en el parque, pero no digo nada. No quiero hablar.

Ni siquiera tengo hambre ya. Me tumbo en mi cama y cuento todas las personas que me han hecho llorar alguna vez. Después de mirar el techo durante diez minutos, decido que Aaron no será uno de ellos. Esta noche, por lo menos, voy a fingir que soy fuerte.

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