Es la tarde del día siguiente. Estoy apoyada en el marco de la puerta de mi casa, observando a Carla golpear un balón de voleibol. Una tarde de verano en mi barrio se resume en un acontecimiento tan sencillo como sacar sillas a la vereda y conversar, porque el calor es insoportable y no hay más remedio que salir a tomar aire. Para distraerse, también, colocan una red de voleibol de poste a poste y juegan así, en medio de la pista. Y a los carros que aparecen de vez en cuando les toca pasar por debajo. Logro ver a mi madre entre mis vecinos del barrio. Está sacando.
Mamá tiene turnos rotativos en el hospital, así que hoy no trabajó, pero mañana debe cumplir un horario de doce horas. Últimamente ha tenido muchos turnos de doce horas y está muy cansada, así que me alegra que hoy disfrute el tiempo con los vecinos.
La señora Agatha me llama desde su balcón, en el segundo piso. Desde arriba me pide que recoja la ropa tendida en el patio porque parece que va a llover, así que me apresuro a cumplir sus órdenes. La señora Agatha es como una abuela para mí, aunque ella siempre me pide que le diga mamita Agatha. Creo que las gemelas y Aaron la llaman así, pero yo no podría; ni siquiera hago eso con mi verdadera abuela.
Al llegar al patio, me encuentro con Aaron, recostado en una hamaca con su preciada guitarra. Arreglo mi falda por instinto.
—Hola, Sara... —canta, improvisando una melodía. Nunca lo había visto tan relajado.
—Hola. —Probablemente sueno un poco antipática, ¿y? ¿Acaso no tengo derecho de enojarme? Tengo más razón todavía porque sé que ahora solo me habla para ir a esa fiesta. Susurrándome al oído, haciendo chistes. No soy tonta.
Tomo una cesta y comienzo a desenganchar la ropa del cordel. No puedo creer que incluso el patio de los Larsson sea tan sofisticado. Las flores crecen en perfectas condiciones y hay un piso de cemento pulido que le da un encanto especial.
—Sara recoge la ropa... —sigue cantando—. Sara parece una esposa...
—Tu abuela me pidió que lo haga —corrijo.
—Una esposa de metro cincuenta...
Eso me saca una sonrisa. Me puedo imaginar un futuro así, donde Aaron me canta canciones en el patio de nuestra casa y yo termino de recoger la ropa. Y luego se la tiro en la cabeza, porque él estuvo aquí antes que yo y pudo haberlo hecho por su cuenta.
—Quiero hablar contigo —dice de repente. Lo veo fruncir el ceño—. ¿Esa es la blusa de Anne? —Señala mi ropa.
—Ah, las gemelas me regalaron ropa. —¡Qué vergüenza! Finjo indiferencia, pero mis orejas rojas me delatan. Aaron sonríe y sé que ha conseguido su propósito.
—Te queda mejor a ti.
Se me cae un gancho de los nervios. Debo recordarme que lo está haciendo por la fiesta de Piero. No me quiso decir eso en realidad. Y él, tan confiado de sí, vuelve a hablar:
—Yo te quería decir que el domingo va a haber una fiesta de Los gatos negros. Pensé que te gustaría venir conmigo, entonces...
—No puedo —lo corto, y puedo saborear la satisfacción. Él se queda de piedra, pues es Aaron: a él nunca lo rechazan.
—¿No puedes? —repite, incrédulo. Incluso se incorpora en la hamaca.
—No puedo salir los domingos, mi mamá no me deja. Y tampoco puedo beber. —Me rio en el fondo, pero continúo hablando como si lo lamentara—: Además, no voy a fiestas de desconocidos.
—Eso es ridículo. Tú conoces a mis primos.
—¿Los conozco de verdad?
Algo que Aaron no entiende es que, mientras él estaba bebiendo hasta vomitar en el baño de su primo junto a otros cuatro idiotas a los catorce años, yo estaba descubriendo cómo usar la batidora de mi mamá para poder preparar pastelitos. Estaba sola, jugando a mezclar los perfumes que había en casa como si el resultado no fuera nauseabundo. Él creció para escapar de casa, yo crecí para quedarme en ella. Es lo único que me enseñaron.
—Pero es el cumpleaños de Piero —murmura, y de pronto me siento culpable. Quisiera que vaya, pero yo no tomo las decisiones por su madre.
—Perdón. Las gemelas me invitaron a una pijamada el domingo, así que de cualquier forma no podría. —Lo digo sinceramente. Estoy a punto de seguir consolándolo, pero entonces veo que su mirada se vuelve astuta. Creo que me delaté.
—Mis hermanas te dijeron.
—¿Decirme qué? —balbuceo, pero es inútil. Se levanta y deja su guitarra en la hamaca.
—Vamos, Sara, puedes contarme. —Lo dice lento, me mira y sé que está intentando ser coqueto de nuevo, como ayer. Veo las comisuras de sus labios levantándose. Es como un niño.
—Sé que tía Magdalena no te dejará ir si yo no te acompaño —respondo, a pesar del temblor en mi voz—. Tú realmente no quieres que vaya.
—¿Qué te prometieron mis hermanas? Yo te puedo dar el doble.
—No las he visto en dos años, quiero pasar tiempo con ellas.
—Tú tampoco me has visto en dos años.
No lo puedo evitar, suelto una carcajada.
—Sí, pues, seguramente me extrañaste mucho —bromeo—. ¿Para qué voy a ir a esa fiesta? Me vas a dejar sola, terminarás borracho y metido en una pelea.
Suelta una risa. —Pero si tú vienes conmigo...
—Ay, no tengo ganas de ser tu niñera tampoco. Mira, Aaron —y me sorprendo al escucharme tan decidida—, no tienes que fingir que somos amigos de repente. Y no me vas a usar como un comodín cada vez que quieras.
—En primer lugar, no sé qué es un codomín —dice, indignado.
—No voy a ser parte de tu plan. Te estaré cuidando mejor si no voy, porque eso significa que tendrás que quedarte en casa, sano y salvo.
Eso provoca que se exalte.
—¡Quieres que viva la vida de un abuelo! ¡O peor! ¡Quieres que viva como tú! —Rueda los ojos. Ahí está, eso es lo que quiso decirme desde el principio.
—Pudiste decirme eso desde el principio. No era necesario que armaras un espectáculo, fingiendo que te agrado.
Su rostro se ve contrariado. Yo dije eso para provocarlo, pero ahora he confirmado que tenía razón. ¿Me veo dolida? Me siento dolida.
—No estaba fingiendo ser tu amigo. Tú me agradas más que cualquier otra chica.
Miro hacia otro lado. No sé si creerle. —Bueno, no importa. No voy a ir a esa fiesta y punto.
—Skit, Sara. —No sé casi nada de sueco, pero siempre he entendido cuando maldice. Él es el único de la familia Larsson que lo hace—. No te va a pasar nada, yo voy a estar contigo.
—A tus primos no les gustará que me lleves a esa fiesta.
—¿Y? ¿Qué les importa?
Escojo mis siguientes palabras con cuidado. —A ti te importa lo que piensen tus primos. Siempre te ha importado.
Aaron es el menor de todo el grupo, por lo tanto, constantemente intenta impresionarlos. Se tatuó por ellos y es capaz de volver a escapar de casa por ellos. Allá en Suecia es distinto, aquí Aaron tiene que enseñarles que puede ser igual de callejero. Ellos no lo notan, pero yo veo todo. Desde mi ventana, yo lo veo todo.
—A mí no me importa lo que piense nadie. —Pero sé que está mintiendo. Yo solo asiento. No decimos nada más durante un rato.
—No quiero pelear contigo —suelto, como último recurso—. Puedes hablar con mi mamá, si quieres. Ella es la que no me da permiso. Yo iría si pudiera. —Es mentira, pero él no tiene por qué saber que mi docilidad es falsa. Me quedo observando la ropa amontonada en la cesta y lo escucho carraspear.
—No importa —termina diciendo, resignado. Se rasca la nuca—. Es solo una fiesta, van a haber más.
—Lo siento. —Suspiro, como si me diera pena de verdad. Luego le sonrío como lo sé hacer para salirme con la mía—. Pero puedes preparar galletas con nosotras.
Aaron no lo puede evitar, sus hombros están relajados de nuevo: me sonríe. Me mira a los ojos con cariño, y casi me siento mal por manipularlo, pero al momento recuerdo que, probablemente, Aaron no vuelva a hablarme nunca más. Porque ahora no le sirvo para nada.
—Claro que sí.
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Fantasía en Delirio
RomansaEs el verano de 1993 y Sara pasa sus días en casa, donde nunca sucede nada. Porque en la vida de sara no suele pasar mucho. Aunque antes no era así; antes ella estaba enamorada. Aaron, hijo de los Larsson, fue su primer flechazo. Él nunca le prestó...