Es un martes por la noche, tan serena y cansina, cuando volvemos a escuchar aquel sonido del claxon; ese inconfundible chillido.
—Regresaron los Larsson.
Mi respiración se atasca. Estoy tan sorprendida que me quedo sin palabras. Me siento en el sofá, con mis manos temblando. Son ellos, los Larsson, porque tocaron el claxon.
Recuerdo, de pequeña, haber creído que la bocina era del mismísimo avión que aterrizaba en la acera frente a mi casa y despachaba a los pasajeros. El concepto de un aeropuerto era casi fantástico. ¿Cómo iba a entender yo que los aviones tenían un lugar de encuentros, escalas y pilotos? Si es más fácil dejar a la gente en su casa y punto.
Más grande entendí, por supuesto, que el ruido venía del auto de los Larsson; ellos solían tocar el claxon tres veces seguidas cada vez que llegaban, entonces todos los vecinos salían a saludarlos. Esta vez solo escuchamos un pitido tímido y un segundo que muere tan rápido como se asoma, pero es suficiente para despertar mi curiosidad, entonces asomo mi cabeza por encima del libro que sostengo. Así veo a mamá dejar de barrer y callar a la parlanchina de María, mi hermanita, antes de apoyar la escoba en la pared y correr a la ventana.
—¡Ah, Magdalena no me dijo que vendría este año! —dice mamá, y recuerdo lo que dijo María la semana pasada.
—¿Pero por qué tocaron solo dos veces?
Mi mamá se ríe de la adrenalina; su rostro está totalmente iluminado. —¡No lo sé! ¡Seguramente se emocionaron, pero ya mismo voy a saludar!
Yo me mantengo sentada en el sofá, aunque me incorporo un poco, prestando atención al silencio exterior. Puedo oír las puertas de un auto cerrarse, pero nada más, lo cual es raro para una bienvenida de los Larsson. Entonces tanto María como mi madre sueltan un grito ahogado y ya no puedo resistir a la tentación.
—¡Están escondiéndose! —grita María.
—¡Entonces debía ser una sorpresa! —dice y vuelve a carcajearse—. Bueno, será mejor que no baje.
—¿Cómo que se están escondiendo? —pregunto mientras me asomo también a la ventana, fisgoneando la entrada de la casa frente a la nuestra. Ahora logro ver al auto negro con la maletera abierta; un joven alto y rubio se encarga de retirar el equipaje, mientras que las demás cabezas están amontonadas afuera de la puerta principal. La casa de la familia Quispe es realmente bonita, la más grande de todo el barrio. No lo puedo creer, sigo repitiéndome.
—¡También está Aaron! —exclama María. No nos preocupamos por hacer ruido, ya que las ventanas están cerradas y las cortinas casi obstruyen el exterior por completo. Intento buscar a Aaron entre todo el tumulto, pero no... oh.
Ese muchacho tan alto de la maletera se da la vuelta. Ese muchacho tan alto es Aaron, pienso, mientras mi corazón comienza a bombear. De repente siento vergüenza y miedo por ser descubierta mirando la escena familiar; un reencuentro en el que no pertenezco. ¿Y si Aaron voltea y de alguna forma consigue atraparnos con las manos en la masa?
—Me voy a mi cuarto —digo, nerviosa. Tomo mi preciado libro del sofá—. No se acerquen mucho a la ventana.
Pretendo que no me importa la vida ajena de los vecinos por unos segundos, a pesar de que mamá sabe muy bien que no es así. Lo deja pasar, sin embargo, pues continúa conversando con María.
—Él es Isak, ¿recuerdas...? —la escucho decir. Una vez lejos de ellas, corro hasta mi habitación y, en la oscuridad, pego mi rostro a la ventana. Estoy arrodillada, solo por si acaso, y esta vez dejo que mis mejillas se calienten a gusto. Mi estómago se contrae y mi respiración acelera. Aaron solo se hizo cada vez más guapo en estos dos años. Sus facciones ya no son de niño; ahora ambos tenemos dieciséis. Claro que yo no he crecido casi nada.
Las gemelas, Anne y Agda, tienen un dedo sobre sus labios para callar a cada pariente que quiere pegar un grito al cielo. Están conversando con su abuela, la señora Agatha Quispe, de camino a la puerta y entre susurros. Ambas deben tener veinte. Todos rubios. Excepto tía Magdalena.
Mamá suele decir que Magdalena se ganó la lotería; después de todo logró casarse con un sueco y escapar de este agujero, que tuvo tres preciosos hijos y alcanzó lo que nadie más pudo en el barrio; volver a casa con ojos de un extranjero.
La veo peinar su cabello negro con sus manos, haciéndose un moño improvisado. Aunque ella es mayor que mi mamá por cuatro años, la alegría en su rostro la hace parecer más joven de lo que en realidad es.
Los Larsson se ven cansados, pero felices. Se llevan las maletas con prisa y susurran entre ellos, ansiosos por entrar a su casa lo más pronto posible; no quieren ser vistos.
Todavía puedo escuchar los murmullos de mamá. María, tan orgullosa como es, finge recordar cada detalle de su desaparición, y hasta parece que no tenía ocho años cuando ocurrió. Yo sé, sin embargo, que ha olvidado la mayoría, o simplemente nunca se enteró en absoluto. Estas no son cosas que se le cuentan a un niño; son dramas que te explican una vez que creces. Estas historias son la prueba máxima de la madurez, cuando los padres consideran que sus hijos ya están grandes, o los agrandan a la fuerza, porque este barrio no conserva a los niños y su inocencia. Siempre está intentando empujarlos a lo desconocido, hasta que se caen. Por eso yo no salgo, pero sé y escucho.
Yo lo recuerdo todo.
Hola! Decidí volver a publicar esta historia. La verdad es que me sentía insatisfecha con el avance de los capítulos. No quería hacerlo, pero terminé por guardarla en borradores. Edité bastante los últimos capítulos del modo que siempre quise. De alguna forma la historia se había escapado de mis manos, pero ahora está de regreso. Los primeros capítulos no han cambiado nada, eso sí. 🥰🌷
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Fantasía en Delirio
RomanceEs el verano de 1993 y Sara pasa sus días en casa, donde nunca sucede nada. Porque en la vida de sara no suele pasar mucho. Aunque antes no era así; antes ella estaba enamorada. Aaron, hijo de los Larsson, fue su primer flechazo. Él nunca le prestó...