Primer acto

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Si tuviera que culpar a alguien por la ausencia de los Larsson, culparía a Aaron. Aunque técnicamente no fue cosa suya. Usualmente siempre es cosa de Aaron; a su madre le encantaba quejarse de él en cada oportunidad que tenía. Era Aaron esto y Aaron aquello. Yo sonreía y pensaba que, de alguna forma, era bueno que no le gustara a un chico así, porque yo odiaba los problemas, no quería meterme en uno, decía. Ah, pero solo era para consolarme, si yo soñaba con su mirada puesta en mí.

Desde que tengo memoria, los Larsson nos visitaban cada año, específicamente en el verano. Se quedaban un mes o dos y luego se marchaban a Suecia. A ellos les encantaba porque no tenían que vivir permanentemente en este mugrero, solo se paseaban por donde les gustara más. A veces no los veíamos por semanas: viajaban a la selva y regresaban picados por los mosquitos. Yo me alegraba de su estado, para que la próxima vez se lo pensaran dos veces antes de abandonarnos. Pero entonces yo era una niña.

Su llegada era un evento especial para San Martín, ya que en realidad no pasa nada muy interesante por acá. Se repiten las mismas peleas y chismes todo el tiempo, pero cuando llegaban los Larsson todo gira en torno a ellos.

Son almas muy generosas; les gustaba incluir a la mayoría de personas en sus planes. En especial a nosotras, ya que mamá es la mejor amiga de tía Magdalena.

Crecieron juntas, casi como hermanas, a pesar de llevarse unos cuantos años de diferencia. Ella fue mi madrina de bautizo, y mi madre hizo lo mismo con Aaron. Somos invitados a pasar el rato siempre que están en casa.

Recuerdo que armaban una piscina en días de carnavales. Yo andaba siempre de un lado a otro, escurridiza como un ratón. Jugué carnavales hasta los diez años, luego permanecí sentada en una silla de plástico, intranquila por la presencia de Aaron. A veces no lograba comer si él estaba cerca.

Nunca hablamos por más de un minuto, sin embargo. Él jugaba con sus primos, y era el único momento del día donde lo veía sonreír, mientras que yo intentaba pasar tiempo con las gemelas. A ellas les parecía adorable cuando era más pequeña, pero cuando cumplieron catorce años, ya no generaba el mismo encanto. Así que me quedé con Carla. Y Carla inventaba cada juego y chiste posible; pensaba en las mil formas en las que a Aaron podría caerle un pelotazo en la cabeza y yo asentía a todo lo que decía, porque nos encantaba burlarnos de él. Carla sabía cuánto lo adoraba y sabía también que si me reía de él entonces empezaría a verlo como otro muchacho patético de la cuadra.

—Así, enojado y rojo, parece un fósforo maltrecho. ¿Quién lo manda a ser tan rubio? —decía ella y yo me doblaba de la risa.

Carla y todo el mundo sabía de mi amor por Aaron. Incluso mamá y tía Magdalena (yo la llamo tía por costumbre), quienes lo usaban como chiste para avergonzarme.

Yo jamás hice algo respecto. En mi presencia él parecía serio, incluso amargado, suspiraba y fingía que no entendía nada de lo que decía. A veces me contestaba con monosílabos y yo me sentía muy humillada como para seguir hablando. Era y sigo siendo demasiado ansiosa cuando se trata de él. Hasta me daba un poco de miedo; si yo no salía de casa sin permiso y Aaron se quedaba hasta tarde en el parque, donde se emborrachó también por primera vez a los trece. Sus padres nunca lo reprendieron.

Mamá critica ese lado de los europeos. Sabe que tía Magdalena habría encerrado a su hijo por el resto del verano si no fuera por su esposo (no tengo mucho apego con el señor Isak, por lo que no lo llamo tío en mi mente, aunque sí tengo que hacerlo en público). Aaron usualmente se salía con la suya en cada travesura. Hasta que un día no lo hizo.

El último año que vinieron, cuando tenía catorce años, comenzó a salir con una chica del barrio: Isabel. Ella y él se conocieron en la fiesta de cumpleaños número dieciocho de las gemelas. Yo estaba ahí, sentada y usando un vestido de color rosa pálido.

Mamá y tía Magdalena estuvieron insistiéndome para que me animara a bailar con Aaron. Dijeron que a él le gustan las chicas espontáneas y atrevidas (como si eso fuera a alentarme). Pero por más que me rogaron, no quise arriesgarme a hacer el ridículo. ¡O peor! ¡Que Aaron me rechace! Además, era la primera vez que usaba tacones y no quería caerme al intentar bailar.

Vi bailar a Isabel y Aaron en cambio. Ese siempre ha sido mi cómodo rol; observar a los demás. Isabel prácticamente se había lanzado encima de él. No me puse celosa, ¿por qué lo haría si Aaron y yo nunca íbamos a ser algo? Yo entendía que no tenía sentido, me gustaban tantos chicos en ese entonces. Aaron solo permanecía encabezando la lista de mis enamoramientos imposibles.

Nadie dijo nada, como siempre. Aaron comenzó a salir de casa todos los días para estar con Isabel. Tía Magdalena pensó que era otra ilusión corta de su hijo. Las gemelas, al igual que su madre, miraban a Isabel con sospecha. Nunca le dirigieron la palabra más allá de lo necesario. Toda la familia sentía cierto escepticismo por ella.

Un día Aaron apareció con un tatuaje en su cadera. Tenía escrito el nombre de su novia.

Fue la primera parte del escándalo. Tía Magdalena no pudo aguantar su ira esta vez, propinándole un grito que ninguno de nosotros olvidaríamos. Yo me mantuve sentada y quieta, mi sangre helada. Si no me movía tal vez nadie notaría mi presencia. Estaba asustada, nunca había visto a Aaron así de enojado, ni a mi tía tan agresiva. Mamá me ordenó llevarme a María, así que la tomé y regresamos a casa. Ella después me contaría que hubo una pelea entre mi tía y Aaron, quien huyó.

A la mañana siguiente llamaron al celular del señor Isak; era la señora Vega. Lo estaba invitando a él y a su familia a un almuerzo para oficializar la relación. El señor Isak, confundido pero amable, logró terminar la llamada sin darle una respuesta. En cambio, se lo contó a su esposa.

Tía Magdalena echó humo por los oídos. Mamá me dijo (la mayoría de la historia la sé de memoria gracias a ella y su boca chismosa) que la tía estaba irreconocible.

—¡¿Qué relación?! ¡Mi hijo no tiene ninguna relación con esa chica! —exclamaba. Aaron llegaría a casa en la tarde, más tranquilo. Y aunque tía Magdalena estuviera furiosa, hizo las paces con su hijo porque no soporta pelear por mucho tiempo.

Isak, un esposo tranquilo y atento, llamó a la señora Vega para avisarle que no podrán asistir porque era una relación que su mujer no aprobaba.

La señora Vega al principio se lo tomó con calma, pero una semana después se presentó en la cena de sorpresa. Yo salpiqué salsa sin querer sobre mi vestido blanco cuando ella anunció las buenas nuevas: Isabel estaba embarazada.

Fantasía en DelirioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora