¡Pobres vírgenes!

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Yo diría que soy una persona particular. Por ejemplo, me gusta más la avena con leche que el café, principalmente porque el café me pone nerviosa, y es muy tarde para empezar a beberlo ahora; una taza y no vuelvo a dormir en mi vida. Me gusta su olor, sin embargo. Tengo un paladar distinto, ¿no? Eso es... algo. No lo sé. Estudio en un colegio de monjas, no se puede esperar mucho de mí. Pienso en eso, por pensar en algo, mientras trato de no mirar mucho a Aaron. Pero es inútil; casi pareciera que está intentando cruzar miradas conmigo. 

Es el día siguiente de la llegada. Ahora estamos reunidos con toda la familia Quispe. Hay tantas personas que me enviaron a la mesa de los niños, que es la mesa de la cocina. En realidad, son todos adolescentes y uno que otro niño, como María. Los primos de Aaron llevan el rumbo de la conversación, y yo me quedo callada, escuchándolos. Están hablando tontería y media, para variar. Aaron les sigue el juego por un rato, pero se pierde constantemente y se limita a verlos con una sonrisa cómplice. Entonces me mira, yo aparto la mirada y el patrón se repite.

Juego con el encaje del mantel de la mesa hasta que Marcos, un primo de Aaron, se cansa de contar chistes malos, lo cual sucede después de media hora. Aaron se marcha a jugar fútbol con la pandilla entera y me quedo sola con María, quien no ha apartado la mirada de la consola de Tetris que le prestaron las gemelas. Suspiro al ver a Aaron marchar. Estoy segura de que no le agrado. Casi segura, por lo menos.

Cuando tenía diez años, le pedí a la señora Ávila que me dejara recoger flores de su jardín para aplastarlas con mis libros, porque así lo había visto en la televisión de los Larsson. En ese tiempo nosotras no teníamos más que una radio. Mientras cortaba algunas orquídeas, un niño se acercó a mí y me ayudó a guardarlas en una bolsa. Entonces Aaron apareció de repente y dijo que las flores de su abuela eran más bonitas. No entendí a lo que se refería, hasta que me ordenó ir al patio de su abuela. Así que lo hice, porque no sabía cómo decirle que no, y al cruzar por su grupo de amigos, oí lo que les decía:

—Quiero que todos juren que nunca van a hablarle a Sara.

Con los ojos rojizos, entré a su casa y me refugié con Zac, que todavía era un cachorro, en el patio inhóspito de la señora Agatha.

Ojalá eso hubiera hecho que dejara de gustarme, ¡ojalá!

* * * *

—¡Los Larsson! —exclama mi amiga tan pronto como llego a su casa. Me toma unos cuarenta segundos llegar, ya que vive en la esquina de la cuadra. Hoy llegó de sus vacaciones, por lo que estoy emocionada de verla. Tiene un nuevo corte de cabello.

—¿Te gusta? —me pregunta.

—Te ves como esas chicas de las revistas —digo, porque es cierto. Parece que eso la complace inmensamente.

Carla toma mi mano y me jala por las escaleras. —¡Mamá, voy a estar en mi cuarto!

Entonces le cuento todo, pero a ella solo le interesa saber de las gemelas Anne y Agda.

Carla es una amiga especial. A ella no le gusta consolar con palabras falsas ni fingir entusiasmo. Pero nos contamos todo. Absolutamente todo.

Ella es la única que sabe de la vez que rompí el televisor de mi abuelo y culpé a María porque nadie se enojaría con una bebé de dos años. Carla es una extraña a la que un día decidí confiarle todos mis secretos. Así que ella también me cuenta los suyos.

Y yo soy la única que sabe de su enamoramiento con las gemelas; más específicamente, soy la única que sabe que le gustan las mujeres. Creo que su mamá lo sospecha, pero la mamá de Carla es muy abierta de mente. Me pregunto por qué la matriculó entonces en un colegio de monjas.

—Son muy grandes para ti. Literalmente, miden como dos metros.

—¡Es un amor platónico! Solo quisiera besar a alguien rubia alguna vez. O tan solo besar. Quisiera besar a alguien, tan solo eso.

—Yo también.

—¿Quisieras besar a una rubia?

La golpeo en el hombro. —Me refiero a besar a alguien.

—Ay, bueno. Pero Aaron es rubio.

—Pues sí.

—¿Y si compramos una peluca?

Yo le digo que sí a todo para seguirle la corriente, nada más. Pero cuando ambas sacamos el dinero que tenemos para sumarlo en total, me doy cuenta de algo:

—Nos vemos como vírgenes.

—Es lo que somos.

Entre las dos tenemos siete miserables monedas.

—¡Vírgenes y sin dinero!

* * * *

Ya en la tarde me paso las horas leyendo Cumbres Borrascosas y juzgando a todo el mundo. Es una lectura terrible, en especial porque me está gustando mucho, lo cual me obliga a terminar de leerlo. Y es mucho desgaste emocional, no estoy preparada para otro sinsentido de Catalina.

Así que salgo para tomar un poco de agua. Al llegar a la cocina, escucho a tía Magdalena conversando con mamá. ¿En qué momento vino?

—Apareció hace meses, Magdalena.

—¡¿Qué?! —exclama, aunque en silencio. Ellas han logrado dominar el arte de comunicarse casi modulando palabras. Sé que lo hacen para protegernos de temas que no debemos escuchar, pero tanto María como yo aprendimos a entender sus murmullos también, por lo que sus esfuerzos fueron en vano.

—¿Por qué no lo denuncias, Brendha? Estás aquí, luchando por llegar a fin de mes, cuando ese inútil debería pasarte una pensión.

Están hablando de mi papá.

—Es una pérdida de tiempo. Ese hombre no tiene donde caerse muerto. Y no quiero verle la cara. No quiero que se acerque a mis hijas.

Hay un silencio que llena la habitación. Tal vez un abrazo.

—Eres una gran mamá.

Respiro profundamente para no ponerme a llorar ahí mismo. Mi mamá nos crió sola desde siempre. Y yo he visto a mi padre un total de cinco veces en toda mi vida. Dos de esas veces estaba borracho. No quiero saber nada de él. Vivo con el miedo de encontrarlo algún día sola en la calle y no poder evitar sus brazos alrededor de mí. Creo que vomitaría ahí mismo.

Fantasía en DelirioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora