Hoy todas llegamos temprano a la casa de los Larsson. Mamá dice que a mi tía se le ocurrió hacer un almuerzo en el patio, por lo que debemos ayudar a organizar todo. Vendrá el resto de la familia Quispe, y yo dudo por un momento si estarán los primos de Aaron, pero ellos nunca aparecen por aquí de día. Técnicamente están invitados, así que uno nunca sabe.Primero, Aaron y el señor Isak despliegan la mesa más grande, de dos metros y medio, en el centro del patio, y mientras buscan una mesita perdida en la cochera (que el señor Isak jura haber comprado hace seis años), María y yo colocamos el mantel blanco. Luego ella me abandona por la misión de arrancar flores del jardín para hacer dos centros de mesa.
Me voy entonces con las gemelas, cuyas manos recortan triángulos de papel a toda velocidad.
—Vamos a hacer cadenetas de colores —me dice Agda. Así, me siento con ellas para ayudarlas, y pronto conseguimos una hilera larga de triángulos surtidos. Ellas, con sus largos brazos, se encargan de amarrar los extremos de las cadenetas en las paredes opuestas del patio, por encima de la mesa central, hasta que queda una lluvia colorida que se balancea con el viento. Han pasado tres horas, pero vale la pena.
A Anne se le ocurre otra idea. —María, ve a comprar cintas gruesas —le ordena, pues hace una hora mi hermana terminó de poner las flores en agua y no está haciendo nada.
María sale corriendo y regresa a los diez minutos con un montón de cintas variadas. Anne nos dice que debemos amarrar cada una a las ramas del árbol de naranja, ese imponente tronco que abarca casi un cuarto del patio. Es lo único que nos da sombra, aunque no llega hasta la mesa. Y al hacerlo ella nota que los cordeles de ropa están muy desnudos, por lo tanto, también amarramos algunas cintas allí. Todo se ve alegre, veraniego, festivo.
Las cuatro estamos apreciando nuestra obra de arte, cuando la señora Agatha aparece:
—¿Por qué no sacan las naranjas maduras del árbol? Como jugando. —Parece una sugerencia, mas es conocimiento público que si la señora Agatha pide algo, es una orden. Y tan rápido como lo dice, regresa a la cocina con mamá y tía Magdalena.
Agda se rasca la cabeza. Estamos muy cansadas como para hacer tal trabajo. Justo entonces Aaron y su padre terminan de armar la mesita que encontraron en el segundo piso.
—Aaron, ¿no quieres sacar las naranjas del árbol? —pregunta Anne.
—Hazlo tú, floja.
—Sara dice que quiere hacer jugo de naranja, pero estamos muy cansadas —agrega. ¡Esa es una vil mentira! Y estoy a punto de replicar, pero ella me pellizca el antebrazo, de modo que me muerdo la lengua.
Aaron analiza la situación por unos segundos; da vueltas alrededor del árbol con la cabeza mirando hacia lo alto. Creo que está debatiéndose entre la pereza del trabajo extra o tomar un rico jugo de naranja.
—Está bien —termina diciendo. Bueno, supongo que tendré que sacrificarme.
María y yo regresamos a casa para cambiarnos de ropa. Estoy muy contenta; en general me pongo de buen humor cuando me siento útil. Me pongo las mismas sandalias de ayer y un vestido corto de florecillas con botones hasta abajo. Los tirantes están un poco flojos, pero no es nada notorio. María se pone mi blusa verde y unos shorts de mezclilla. Le amarro el cabello y, como siempre, le coloco un lazo.
—¿Me debería peinar? —le pregunto.
—No, te queda bien el cabello suelto, porque es largo. Solo cepíllalo.
Ya de nuevo en casa de los Larsson, me meto directamente en la cocina, donde las naranjas que recogió Aaron están recolectadas en una canasta. Las lavo con paciencia y le quito las pepas.
—Ya son las dos de la tarde —me apresura mamá. Ellas están terminando de hacer la ensalada rusa. Termino el jugo en cinco minutos y lo llevo al patio, donde ya llegaron todos los invitados. Aaron se sirve un vaso lleno y traga el líquido como si se muriera de sed. Nunca pensé que hacerle jugo de naranja a un chico me daría tanta satisfacción, pero creo que es solo Aaron y su gratitud por los pequeños detalles. He aprendido que él es feliz con cualquier cosa.
—¡Faltan los platos! ¡¿Quién me ayuda?! —grita mi tía desde la cocina con su potente voz.
María coloca todos los individuales tan rápido como puede, porque yo sigo llegando con más platos, vasos y tenedores. Las gemelas están sentadas, tan tranquilas, doblando servilletas. Han servido vino a los adultos para hacer más amena la espera del almuerzo, y el señor Isak trajo su radio más moderna.
—Sarita, ¿cuántos años tienes ya? —pregunta una mujer, probablemente prima de tía Magdalena. Yo no recuerdo el nombre de todos, pero ellos sí se saben el mío. Me agradan porque no me hacen sentir fuera de lugar en una familia ajena.
—Dieciséis.
—Este es tu último año en el colegio, entonces.
—Sí.
—Qué linda estás, niña —agrega una anciana. Creo que es la hermana de la señora Agatha. Carmela—. Yo me acuerdo de ti chiquitita. ¡Ay, cómo pasa el tiempo! ¡Ahora estás igualita a tu mamá cuando tenía tu edad!
—Ya todos crecieron —dice un hombre. Es el padre de Piero—. Antes jugaban como una mancha en la calle, tumbando latas. Parecían pulguitas, corriendo de un lado para otro. Y ahora cada uno anda en lo suyo.
—Todavía queda las más pequeña. ¿Cómo se llamaba? ¿María?
—Pero esa es otra generación, la de los hermanos menores. Los hermanos mayores están... bueno, quién sabe dónde estén. —El hombre suelta una carcajada.
—Ese será tu hijo. —La señora le da un golpe al padre de Piero.
Después del almuerzo, estoy profundamente aburrida en la mesita de los menores. María está jugando con su comida, pero no me molesto en corregirla. Aaron, recostado en su silla, lleno, llenísimo de comida, tiene la mirada adormilada. Cuando él está somnoliento (normalmente después de comer) surge de su rostro una expresión casi seductora, con los ojos entrecerrados. Es involuntario, pero el efecto sigue robando corazones.
—Aaron, ¿tú estás estudiando? —le pregunto, solo para conversar de algo. Él ya tenía los brazos cruzados contra su pecho, los ojos cerrados, y solo se esfuerza en abrir uno para contestarme:
—Obvio.
—Yo nunca te veo hacer tareas.
Suspira. Parece que arruiné su siesta. —Yo nunca te veo con la boca cerrada.
—Ay, Aaron. No haces tareas, no te levantas temprano, no...
—Hago mis tareas en mi habitación, de noche. —Rueda los ojos—. Español, matemáticas, historia...
—¿Tienes clases de español? —Me rio.
—Claro que sí, era una clase... cómo se dice... opcional. —Se muestra orgulloso de su ingeniosa decisión—. Soy el mejor de mi clase.
—Apuesto que sí. —Es como seguirle la corriente a un niño. Casi infla su pecho.
—Pero no entiendo los sujetos y predicados. ¿A mí qué me importa? Yo sé español. Punto.
—Eso es facilísimo.
—Sí, sí, experta. —Toma un poco de vino—. ¿Me ayudarías? Puedes venir... el sábado en la tarde.
Me encuentro asintiendo sin pensar.
Que no te guste demasiado. Se va a ir, me digo, pero mi corazón no escucha. No hay nadie más en este mundo que Aaron.
—Muy bien —dice, y me guiña un ojo.
Me siento mareada por el resto de la tarde. No sé por qué tratar de ser su amiga se está volviendo cada vez más complicado. Yo solía ser distinta, hasta pensaba que era mejor verlo desde lejos, porque de cerca me podía llevar una decepción. Recuerdo que se lo dije el primer día. Ahora todo se siente tan lejano...
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Fantasía en Delirio
Storie d'amoreEs el verano de 1993 y Sara pasa sus días en casa, donde nunca sucede nada. Porque en la vida de sara no suele pasar mucho. Aunque antes no era así; antes ella estaba enamorada. Aaron, hijo de los Larsson, fue su primer flechazo. Él nunca le prestó...