Los noventas

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El treinta y uno de diciembre, mi madre aplicó todas las cábalas que conocía: limpió la casa, compró flores y plantas de todos los colores (rojo para el amor, blanco para la paz, amarillo para la buena suerte, verde para el dinero...), nos dio vestidos nuevos y ropa interior amarilla. Mi hermana María y yo nos reímos de la vergüenza, pero la usamos de todos modos. También llenó cuencos de lentejas y frijoles y nos dio de comer doce uvas. Salió a regar sal a la entrada de la casa, tiró agua y quemó el muñeco de trapo y paja que me tuvo rellenando el día anterior. Le dibujé una sonrisa y le planté un beso porque ya le había tomado cariño.

Mamá está empeñada en hacer de este año el mejor de todos, pero yo me conformo con tener un año mejor que el anterior, lo cual es fácil: el año pasado fue una pesadilla.

Estaba asustada todo el tiempo; los apagones me dejaban temblando y las noticias me daban náuseas. Llegué a sentir terror de los autos abandonados. Cuando veía alguno me alejaba, incluso si debía caminar en la vereda del frente.

Tenía que ser fuerte por María. Ella vio un perrito colgado en un poste y lloró tanto que la tuve que cargar hasta llegar a casa. María tiene diez años, y aunque es mucho más valiente que yo, todavía es una niña, debo cuidarla.

Los perros colgados, los autos que explotan y los apagones son provocados por los terroristas. Yo siempre había escuchado de ellos, pero el año pasado se volvió más real porque llegaron a la ciudad. En realidad esto no es nada a diferencia de las familias que viven en el campo: allí no pueden protegerse, muchos murieron.

Después apareció el presidente en la televisión, anunciando que había cerrado el congreso. Mi madre llegaba a diario, después del trabajo, con toda clase de historias disparatadas. Decía que habían tanques de militares y policías cerrando el paso, programas radiales amenazados, páginas de periódico en blanco, gente vitoreando al presidente, gente enojada, gente silenciada. No sé cuánto habrá sido real. No recuerdo mucho de aquellos meses. Una vez leí en una revista que eso hace tu cerebro cuando no quiere recordar momentos duros.

Una noche de septiembre, estaba yo en casa de Carla, mi mejor amiga. Yo estaba intentando hacerle una trenza francesa, pero era inútil, mis manos no están hechas para trenzar. De repente, su madre pegó un grito y comenzó a llorar. Bajamos corriendo hasta la sala, donde estaba arrodillada frente al televisor. Eran las noticias de Frecuencia Latina:

«Probablemente la noticia que van a escuchar enseguida es una de las más esperadas del siglo. Esta noche, según versiones policiales, la DINCOTE capturó en Lima al principal enemigo del Perú: Abimael Guzmán. Se trata de una información esperada por la civilidad entera...».

Carla, con el cabello a medio hacer, le dio un abrazo a su madre y ambas saltaron de alegría. Yo salí corriendo hasta mi casa para darle la noticia a mi familia, pero mamá ya lo sabía; estaba asomada por la ventana, gritándole a mi vecina que encienda su televisión, que capturaron al maldito terrorista. Esa noche cenamos tequeños, pues mamá dijo que había que celebrar.

Abimael Guzmán era el líder del grupo terrorista Sendero Luminoso, así que todos estaban contentos. Algunos vecinos salieron para darse un abrazo y dormí tranquila por primera vez en mucho tiempo.

A ver, no soy tan ingenua. Sé que las cosas no van a desaparecer de un día para otro, pero es un gran paso, es como quitar el rey en una partida de ajedrez, el juego ya no tiene sentido; la cabeza de las operaciones ya no está. Es el inicio de la paz. Por fin.

Así pues, este año mi madre plantó jacintos blancos en el jardín, con la esperanza aferrada a su pecho.

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