Más tarde nos sentamos en la sala de mi casa y permanecemos en silencio durante un rato. María no ha querido hablar desde que se levantó, tampoco comió. Yo pensaba que los niños superaban la tristeza más rápido, pero María nunca termina de sorprenderme.
—Yo conocí a su padre con dieciséis años.
Me imagino a mi madre con mi edad: el cabello igual de largo y un solo vestido para salir de noche. Una risa que alegra a las miradas tristes, unos tacones que parecen deslizarse hasta en el suelo más áspero. Me imagino a mi madre con dieciséis años y solo puedo ver a una niña.
—Hay cosas que yo no les he contado. Yo sé que está mal, porque son mis hijas, y merecen saber, pero... —Escucho el temblor en su voz—. Algún día lo sabrán, cuando crezcan les voy a contar todo. Solo que ahora...
María suelta un sollozo y se encoge en su lugar.
—Una mujer tiene el derecho de guardarse algo, ¿no? —Mamá se ríe entre lágrimas—. No tengo nada mío, excepto esto. Déjenme tener esto, aunque sea.
—Nos tienes a nosotras. —Resulta impactante observar a mi madre por primera vez rompiéndose ante nosotras, como nunca antes lo había hecho.
—Sí, yo tengo a mis hijas. Tengo a mis hijas. —Asiente—. Y ese maldito nunca más nos va a joder. Se los prometo, porque si he empezado una denuncia, no me importa si me lleva toda la vida, yo lo llevaré hasta el final. Él se lo buscó.
Me acerco a abrazar a mamá y, aunque la posición es incómoda, ninguna de las dos nos movemos.
—Déjame hablar con María, ¿si? —me dice mamá al oído—. Anda a tu cuarto.
* * *
Mamá no lo dice en voz alta, pero sé que ahora teme dejarnos solas cuando va al trabajo. Así que hoy en la mañana le digo que nos iremos a casa de los Larsson una vez que termine de conversar con Carla. Ella está despidiéndose de su padre en la entrada, cuyo espacio está ocupado por un auto moderno y brillante.
El padre de Carla tiene otra familia. Él intenta sacarla de vez en cuando; llevarla a las reuniones familiares, salir a tomar un helado, pero a ella le causa incomodidad. Aparte de esos intentos, la verdad es que él es aquel padre que solo visita en navidad y su cumpleaños. Yo no me atrevería a decir que pasamos por situaciones similares, pero tampoco somos tan diferentes. Así que Carla me entiende cuando le digo que preferiría no haber conocido a mi padre jamás, que habría sido más feliz.
—Si no puedes cambiar el pasado, no pienses en él —me dice ella—. No le des el gusto de estar triste.
Ahora estoy en la sala de los Larsson, viendo jugar a María y Aaron con una pelota antiestrés.
—Van a romper algo —les aviso. No hay nadie más en el primer piso, pues las gemelas y su madre se fueron al mercado a comprar maracuyá, y el señor Isak está en el patio tomando sol.
—No va a pasar nada. —Aaron le lanza la pelota como si jugara baseball. María se está riendo por primera vez desde ayer, por lo que me siento agradecida, a pesar de todo. Él tiene esa mirada llamativa que podría seguir hasta el fin del mundo. Me pregunto cuántas chicas lo habrán visto sonreír así, y me pregunto si a todas les late el corazón como a mí. Pero estoy segura de dos cosas: que nadie quiere a Aaron como yo lo hago, y que nada de eso importa, porque es él quien debe querer a la afortunada, aunque ella no aprecie su mirada. Así es Aaron; yo lo sé porque lo he visto. Isabel no se sonroja.
Estoy tan ensimismada que no me percato de la pelota volando en dirección al jarrón del estante hasta que suena el estallido. Pego un salto del susto.
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Fantasía en Delirio
RomanceEs el verano de 1993 y Sara pasa sus días en casa, donde nunca sucede nada. Porque en la vida de sara no suele pasar mucho. Aunque antes no era así; antes ella estaba enamorada. Aaron, hijo de los Larsson, fue su primer flechazo. Él nunca le prestó...