El partido

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Hoy Los gatos negros tendrán un partido de fútbol contra los Alimaña, que viven en la siguiente cuadra. En realidad no es un partido muy justo: el menor de los Alimaña tiene veintidós años. El menor de Los gatos negros es Aaron, de dieciséis. E incluso contando con él, el equipo da un total de ocho, no once. No sé cómo piensan solucionar ese pequeño detalle.

Resulta curioso que los primos de Aaron se sientan la cúspide de la rebeldía en el barrio, cuando fuera de él son un chiste para el resto de pirañas. Yo digo que el chiste son los demás, que ya tienen veinticinco años y siguen jugando a las guerrillas con adolescentes, pero yo no tengo voz ni voto en este asunto. Diría yo, a última instancia, que un punto a favor para Los gatos negros es el hecho de que ninguno ha estado en la cárcel. Todavía.

De cualquier forma, me parece que hoy será un día memorable para los barrios de la zona. El que gana básicamente recibe el respeto del otro. El desempate, la contienda final, la última ronda. No sé, yo solo voy a mirar.

El evento se llevará a cabo en la cancha de la municipalidad, cuyo alquiler es ridículamente caro, pero supongo que es el lugar adecuado para tanto público en las gradas. Está a veinte minutos de casa, y Aaron ya se marchó hace dos horas. Yo estoy en mi sala, echándole bloqueador solar al rostro de María, quien tiene el entrecejo y los labios fruncidos.

—No me pongas tanto.

—Shh...

Cuando termino con ella, paso a frotar mis brazos con la crema restante.

—Listo, vámonos.

Llevo puesto un short azul y mi blusita de tirantes negros con estampado florar. Me hice dos trenzas delgadas en ambos lados de mi cabeza y amarré los extremos por detrás. María, por el contrario, se puso un overol corto, se hizo una coleta y punto. La sencillez es conveniente de vez en cuando.

—¡Saaaaraaaa! —grita Carla desde afuera—. ¡¿Yaaaa?!

María y yo terminamos de alistarnos a toda prisa. Tomo mi mochila, reviso que todo en casa esté desconectado y bajamos corriendo.

Mamá tiene turno en el hospital, así que se perderá el enfrentamiento del año. Aunque no está muy triste al respecto. Yo creo que, incluso si estuviera libre, no iría.

—¿Los Larsson ya se fueron? —pregunta Carla. Ella está usando la camiseta de fútbol de Brasil. Me abstengo a preguntar la razón.

—Solo Aaron. El resto sigue alistándose.

—¿Y qué llevas en esa mochila?

—Papel higiénico, dos botellas de agua, una toalla higiénica, cuatro sándwiches de pollo, dos moños por si nos da calor, las llaves, mi monedero, bloqueador solar...

—Dame el bloqueador solar. Tengo piel sensible.

Tuvimos suerte, porque no esperamos casi nada en la parada de autobuses. Nos subimos al primero que llegó (gracias a dios estaba vacío) y llegamos en quince minutos. Tiempo récord.

—Van a ganar los Alimaña —dice Carla mientras bajamos del bus. Hace demasiado calor, pero me rehúso a amarrarme el pelo—. Son tremendos señores, y nosotros tenemos puro adolescente enclenque.

—Cállate, que eso da mala suerte.

—¿Hay que practicar barras? ¡A la bim, a la bam, a la bim, bom, bam! ¡Gatos! ¡Gatos! ¡Ra, ra, ra!

—Pero no digas gatos, suena humillante. Debería ser agresivo, ¿no? Intimidante.

—¿Entonces qué les digo? ¿Acaso yo les puse ese nombre tan feo? Son gatos negros, no pumas.

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