Capítulo 7 - Es una jodida Utopía

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Tengo miedo,

miedo de eso,

no me preguntes más.

Tengo miedo,

Miedo, por favor.

No me dejes sin él

cerca de la verdad.

Lo llevo siempre conmigo,

es la mochila que cargo.

Casi se me escapa:

lo retengo con fervor,

me regocijo en dolor

sin romper mi promesa.

Guardo eso no dicho,

evitando mi agonía,

sobrellevando el duelo

de morir sin haber muerto

por no contar mi secreto.

***

Otra mañana reflexiva. Cualquier cosa que entretenga a mi mente siempre se agradece. Frente al departamento hay una cafetería muy linda donde habitualmente rindo culto a mi gusto por el café espumoso. En la televisión puedo oír el noticiero, que repite imágenes del fútbol histórico.

«No sé cómo hay gente que todavía puede ver eso», pienso.

Un hombre mayor hasta festeja los goles.

«Señor, eso pasó hace veinte años», digo para mí. Jamás me animaría a contrariar a un hincha fanático mientras el pobre grita emocionado. «Cada loco con su tema», completo en mi cabeza.

Me coloco mis auriculares y comienzo la larga caminata hacia la casa de Leticia. Tengo la esperanza de que algo en el camino me cautive y haga que el recorrido sea más ameno.

Cuando llego al final de la calle, escucho que un auto frena detrás de mí. El sonido es lo suficientemente fuerte para que lo pueda oír, aun con la música resonando a todo volumen en mis oídos. Mi instinto se activa, en un abrir y cerrar de ojos, y me apresuro a abandonar la calle lo más rápido posible. Mientras lo hago, me percato de que el vehículo parece seguirme y, al mirar hacia atrás, me relejado de mi inmediato, al ver a Nicolás, el nieto de Rosa, a través del vidrio. El hombre está sentado al volante y se inclina hacia el lado del acompañante, luego de aminorar la marcha, estacionándose junto a mí.

Se queda parado por unos minutos y caigo en la cuenta de que espera que lo salude. Me acerco y agacho la cabeza en una inclinación cortés.

—Perdón, no puedo quedarme a charlar. Tengo que ir a trabajar.

— Querés que te lleve?

«Sí, claro», pienso. «Seguro que me voy a subir al auto de un prácticamente desconocido».

—En otro momento. Ya estoy solo a unos pasos.

—No muerdo, solo estoy tratando de ser amable —explica mientras sacude una mano en alto, con desgano.

—¿Ves esa señora que esta allá, justo en la esquina? —le pregunto y él se gira. A continuación, señalo a una abuela, que está llegando al final de la cuadra. —Esa mujer necesita que la ayuden a cruzar. Podés hacer tu buena obra del día con ella.

—¡Qué graciosa! Está bien, si lo que querés es caminar al rayo del sol, ¿quién soy yo para negarme? —dice y arranca el auto—. Te veo por ahí —agrega, antes de incorporarse al tránsito...

Cuando hable el vientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora