Capítulo 8 No me gusta la vainilla

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Parece mentira, pero los secretos mejor guardados, mayormente, se dan entre los adeptos de un culto. Según el punto de vista dogmático, estos no son más que rumores. Por ejemplo:

«Una persona fue abusada sexualmente».

«Esa chica está embarazada».

«Aquel tiene inclinaciones sexuales hacia su mismo género».

«Alguien tiene un ánimo de suicidio».

Estos «problemitas» quedarán ocultos, el supremo los utilizará para guiar a quienes los sufren y así los podrá ayudar a salir adelante, porque su voluntad es que ese secreto que tanto te roba la paz, no exista, no esté allí. Quiere liberarte de todo peso innecesario en tu vida: él lo solucionará.

Gracias a Dios soy atea. Punto.

***

A veces, solo me conformo con ser una anónima más en esta multitud; pasar desapercibida en esta rotación constante de engranajes que hacen que este mundo nunca se detenga.

No quiero ser para pertenecer; esa es mi mayor aflicción. Me indigna el hecho de esperar la confirmación, de tener y de mostrar para que me acepten. Me oculto tras la apariencia, y cuando los velos caen me siento desnuda y huérfana. El equilibrio de estas condiciones son parte de la armonía de una persona. Soy muchas piezas de tetris tratando de encajar entre sí, soy un detective intentando descifrar lo indescifrable. La clave de la felicidad es vivir alejada de ese ojo ajeno que nos autoproclama de uno u otro lado. Un sostén imaginario a la nada del ser. Y, a veces, como dice la canción: «Dale una máscara al hombre y verás quien es realmente».

***

Nos tomamos una noche para charlar entre amigas. Malena está en casa de mi mamá, quien resulta más confiable que su propia abuela. No sé por qué Ale no quiso traerla, pero entiendo que seguro necesita despejarse. Imagino lo agobiante que es tener que cuidar de un niño las veinticuatro horas del día.

Recuerdo cuando nos conocimos...

Ella ha sido mi amiga desde hace varios años. Nuestra relación empezó en el colegio secundario cuando me metí en una pelea de chicas. Era el primer año y, con cualquier excusa, algún varón decía:

—Nos vemos a la salida.

Esa vez me sucedió a mí y no me pude negar, para mí era peor ser tildada de cobarde.

Ya estábamos acostumbradas a que los chicos se acosen, se empujen y hasta se escupan en una peleíta, ni hablar de ligar alguna trompada. Ese día fue diferente porque yo era la protagonista. Todas las películas de Hollywood referidas a aquellos sucesos se arremolinaban en mi mente.

Recuerdo que caminamos tres cuadras en patota, lo suficientemente lejos para que las autoridades escolares no nos vieran. Yo me sentía en una pelea de cowboys, en la que esperábamos a ver quién daría el primer paso.

Nos quitamos los guardapolvos y se los dejamos a una colaboradora. Yo esperaba los gritos clásicos que incitan a la lucha, pero solo escuchaba unos cuantos murmullos.

En ese preludio donde dos contendientes se miden, dábamos vueltas en círculos y, antes de que mi contrincante pudiera darme un golpe, Alejandra se interpuso. Nunca supe bien que la poseyó para meterse en la disputa y tomar partido por mí. Se ganó unos cuantos abucheos y perdió la apuesta implícita que se había suscitado antes de la lucha, sin embargo, su premio fue mi amistad incondicional. Nos complementamos y creo esas son buenas bases para una amistad.

Sí hubo un momento en que estuvimos distanciadas, y asumo la culpa por dejarme llevar por situaciones que no podía controlar, realmente no quería..., no podía involucrarla. Y luego de eso estaban los celos de su ex; nos llamaba novias y se burlaba de nosotras por nuestra complicidad. ¡Maldito idiota!

Cuando hable el vientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora