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¿A quién le cuesta más guardar un secreto?
Seguramente, son esas personas que necesitan ganarse la confianza del otro. Esa persona que se siente sola y busca en el fraternizar una manera de pasar un buen rato.
¿Yo seré capaz de guardar un secreto?
Si compartir un chiste tiene un efecto liberador para quien lo cuenta, lo mismo debería ser cuando compartimos información privada, ¿no? Conseguimos ese bienestar al confesarnos. El problema, en mi opinión, es que con un secreto, al igual que con un chiste, es muy fácil «aderezar» la narración con ideas propias y apreciaciones de diferentes matices. A partir de ahí, estamos hablando de algo nuevo, el chiste cambió y puede ser más gracioso. De igual modo, la confesión se transforma en un «chisme»... y eso es justo lo que quiero evitar al contar mis secretos.
Como Einstein diría:
«No todo lo que puede ser contado cuenta, y no todo lo que cuenta puede ser contado».
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El tiempo corre veloz y forma dibujos infinitos en mi mente, los cuales se van escapando con el correr de mis ideas. Lo más importante de la vida siempre se nos diluye, no sabemos qué es, solo entendemos que es trascendental. Esa incertidumbre nos ahoga, pero la prefiero antes que mirar el pasado. La historia pesa como una pesada mochila y nunca me abandona.
Lo recuerdo, siempre lo recuerdo:
—Podés irte, mierda. —Él me agarra de una pierna y tira de mí para sacarme de la cama. —Quiero que te vayas, necesito limpiar las sábanas. Todo está manchado de sangre. —Me empuja con fuerza, caigo a los pies del lecho y me golpeo duro contra el piso.
Mis piernas no pueden sostenerme, siento que el cuerpo no me responde. Realmente, no sé qué hacer, lo único a lo que puedo atinar es a llorar. Lloro..., lloro fuerte mientras le pido que pare y así dejar de sentir su mano en mi cara.
El recuerdo me persigue y es tan preciso, tan abrumador, que por varios minutos me hablo convenciéndome de que solo ha sido una evocación de mi memoria.
Cuando mi mente vuelve al presente, me siento bañada en sudor, por lo que corro a darme una ducha y, una vez más, como tantas otras, intento lavar esta inmundicia que siento impregnada en la piel. Si rascarme con una esponja de metal no fuera tan dañino para mi carne, juro que lo haría.
A veces, me pregunto qué hubiese sido de mi vida, si aquella vez en ese bar no lo hubiera conocido; si Ale no hubiera perdido el tren y me hubiese pedido que la acompañe caminando; si no decidía descansar y tomar una cerveza, antes de ir al baño con la vejiga llena, cruzándomelo. Sin ese roce no nos habríamos conocido, ni hubiésemos charlado toda la noche y, menos aún, hubiese tenido una cita con él.
Sí, todo lo desencadenó el simple hecho de que Ale perdiera el tren. La vida, a mis ojos, no es más que un capricho. Simples golpes del destino en momentos específicos.
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Al caer la noche, la casa de Rosa está tan silenciosa que parece un retiro espiritual. Una camisa blanca permanece impoluta sobre mi torso, los preparativos han finalizado y simplemente falta que el agasajado se haga presente. A mi derecha, hay una bandeja de sándwiches de miga, a mi izquierda unas cuantas botellas de gaseosas, así como también varios snacks infantiles.
«¿Qué más se puede esperar de Rosa?», me pregunto y me rio para mis adentros.
Cinco minutos más tarde, los faros de un coche atraviesan los vidrios del ventanal formando una franja de luz sobre mi pecho.
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Cuando hable el viento
General FictionOriana es una joven de treinta y cuatro años que tiene una vida considerablemente tranquila; pero no siempre fue así. Ella guarda un secreto, uno del cual no está dispuesta a compartir, decir la verdad no le parece una opción. Se niega aun cuando...