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Ahí sentados entre las ruinas de un viejo castillo, columpiabamos las piernas y estas se tocaban ligeramente. La sensación era relajante. La cercanía se sentía bien y sospechaba que Kalum se daba cuenta, porque miraba el contacto de nuestras piernas de vez en cuando y luego, cuando decidimos volver a casa me tendió la mano. Tal vez porque a primera instancia tenía la intención de ayudarme a bajar de esas ruinas y de esa colina empinada, pero después no quiso soltarme y yo tampoco le pedí que lo hiciera.
Era un sentimiento nuevo el que experimentaba cuando estaba con él, tomada de su mano, hablando de la naturaleza y la arquitectura de ese pueblo. Ni siquiera sabía que él podría mantener conversaciones profundas relacionadas con la apreciación estética. Por eso me parecía una persona completamente distinta en ese nuevo estilo de vida.
Llegamos a mi residencia cuando las calles ya estaban oscuras. En la casa de los Nowak habían algunas luces encendidas, pero el ruido de los invitados ya no se escuchaba.
Caminamos hacia la casita del jardín y miré con curiosidad la planta baja. La luz de la cocina estaba encendida. Tal vez mi madre se preparaba para dormir. Le había comentado que llegaría tarde y sabía que no me esperaría, porque comenzaba a sentirse segura en ese pueblo, así que a veces me dejaba salir a merodear sin hacer muchas preguntas. Me detuve delante de las escaleras que subían de largo hacia la copa del árbol, donde mi habitación se escondía. Kalum a mi lado habló:
—Que curioso lugar. Parece una casa de árbol.
Sonreí a medias y él me jaló con suavidad de la mano, para desearme buenas noches.
—Hagamos algo juntos mañana— propuso en voz baja. No necesitaba hablar más fuerte porque al tirar de mi cuerpo, me tuvo tan cerca que podía incluso escucharle respirar.
—Podemos ir a desayunar al mercado— acepté divagando.
—Y a caminar por el sendero— añadió.
—Y a nadar al río.
—Lo que quieras.
Una pausa nos dejó ahí esperando que era lo siguiente para decir o hacer y fui yo quien decidió proseguir.
—Buenas noches— intenté besar su mejilla, pero él regresó la cara para sugerirme sus labios.
Lo detuve, pero una sonrisa nerviosa se me escapó y ya no sentía que tuviera credibilidad ante él.
Habíamos hablado mucho esa tarde. Me confesó sus sentimientos, se aventuró a adivinar los míos y ahora estaba ahí invitándome a besarlo. En las cartas que solíamos escribirnos le habría resultado más sencillo convencerme de firmar un acuerdo para hacerlo, pero esa noche, ahí, delante suyo me sentía distinta. Una voz en mi mente me gritaba que no lo hiciera y otra más me decía que me olvidase de todo por al menos un momento y cediera. La segunda voz llevaba la batuta. Estaba dominándome a una velocidad espeluznante y antes de que pudiera darme cuenta, mis labios se encontraron nuevamente en su camino. En solo un giro sutil en el que su rostro y el mío se habían acoplado como por accidente, pero él no desperdicio la oportunidad y fue por mi boca como quien muerde un pastel en cumpleaños. Abrió grande y cerró con suavidad, atrapando mis labios en los suyos carnosos y húmedos. Me dio un beso que no se parecía a los que hasta ahora había conocido, pero...