C i n c o

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En domingo, el bar no abría sus puertas, al igual que otros muchos establecimientos cuyos dueños tomaban ese día para quedarse en casa

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En domingo, el bar no abría sus puertas, al igual que otros muchos establecimientos cuyos dueños tomaban ese día para quedarse en casa.
Yo en cambio había descubierto las maravillas de la soledad y cada domingo al amanecer, escapaba en el primer tranvía que salía con ruta hacia las entradas del bosque Wolski.
El tranvía se detenía en una avenida de grandes mansiones y al otro lado de la acera, comenzaba el suelo terroso y los caminos de roca que se internaban entre la arboleda.

Por ahí, me tumbaba en el pasto durante algunas horas, para respirar el intenso perfume de los robles y abedules, deleitarme con el canto de las extrañas aves y los sonidos producidos por el correteo de los tejones, las liebres y las ardillas.
Estas últimas, trepaban los troncos y de vez en cuando hacían alboroto entre las ramas, causando que un par de hojas se desprendieran de las copas y se columpiaran con elegancia en el viento hasta tocar la tierra.
Pocas veces conseguía tanta paz en las actividades cotidianas, como la que encontraba en ese perímetro boscoso, donde imaginaba que viajaba en el tiempo al pasado, cuando la guerra no existía y Polonia era libre y yo también lo era.

Una mañana, recostada a un lado de un arbusto de flores naranjas, me dejé llevar tanto por mis pensamientos, que por un rato perdí el miedo.
Por la noche había llovido y del arbusto junto a mí colgaban pequeñas gotas de agua como lágrimas sobre las hojas.
Pasaba la mano constantemente entre ellas y las gotas se desprendían y brincaban hacia mí.

Gota a gota se empapó mi vestido celeste y rastros de lodo aparecían por toda la tela. Sin embargo, no estaba prestando atención a eso, sino más bien al canto constante de un ave que se repetía una y otra vez, obteniendo ocasionalmente como respuesta, el silbido de algún otro pajarito. A todo eso le seguía el sonido de un batir de alas y luego, de nuevo su canto.
Era una sucesión de melodías hechizantes.
Cerré los ojos y otro silbido se unió después.
Este provenía de un punto más lejano, pero me daba la sensación de que se estaba acercando, hasta que su timbre me pareció extraño.

Se detuvo por un minuto y volví a escucharlo después con más claridad.
Abrí los ojos y me senté de un tirón al descubrir que ese silbido no era el de un animal sino el de una persona.

Sin atreverme a ponerme de pie, miré entre las ramas del arbusto y ví a varios metros de distancia, a un hombre de uniforme negro y sombrero.
Iba solo, imitando el sonido de las aves, sostenía una navaja grande en una mano y miraba fijamente la tierra mientras caminaba.
Se inclinó de pronto, recogió un objeto, lo observó y después lo dejó caer de nuevo.
Parecía que buscaba algo.

Se detuvo y volvió a inclinarse.
Esta vez, noté que aquello que recogía eran retazos de madera.
Sostuvo una robusta, se sentó sobre una roca grande y comenzó a tallarla con el filo de su navaja.

Su rostro me resultó familiar.
Lo había visto unas semanas atrás.
Era el mismo hombre que visitó una noche el bar y al que me vi obligada a cantarle una canción alemana.
También, me siguió una mañana en la plaza principal preguntando mi nombre y un día después de eso, llegó al bar buscándome, sin embargo, por fortuna yo estaba en casa ayudando a la señora Bieleck con algunas tareas domésticas y no estuve presente cuando él dejó una caja de galletas con su firma.
Su nombre era Harry Styles y dejó muy claro que ese obsequio era para la chica que amablemente cantó para él.

La chica bajo la farola |H.S|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora