II ☾

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—Cariño, ¿qué haces? Te estás perdiendo el partido.

La voz de Greta devolvió a Erwin al presente. Enfocó con la mirada la pantalla de cine que ocupaba el noventa por ciento de la pared del salón, una extravagancia de Reiner que a él personalmente le parecía ostentosa. Pero ni era su casa, ni él tenía costumbre de opinar sin que le preguntaran.

Barrió las aplicaciones abiertas de su teléfono con el dedo, incluida la del chat de Levi, bloqueó la pantalla y se incorporó apenas lo justo para guardarse el aparato en un bolsillo del pantalón.

—Disculpad. ¿Quién ha marcado? —preguntó, con un interés impostado.

—Foster —le respondió Reiner. Estaba sentado en otro sofá, tan largo que parecía grande hasta para un hombre tan robusto como él—. Si espabilan un poco, podemos remontar.

—¿Y Christa?

—Tu hermana ha ido a la cocina —le respondió Greta, como si hablara con un niño—. Dijo que iba a traer más vino, ¿no la oíste? ¿Qué te tenía tan absorto?

Erwin giró la cabeza y se encontró con los ojos avellana, casi ámbar, de su prometida. Greta tenía la piel pálida y el pelo a medio cuello. Era naturalmente ondulado, pero ella se lo alisaba, y tenía un tono tan parecido al de sus iris que era como si la hubiera dibujado un artista al que solo le quedaban dos colores de acuarela. Aun así, su rostro tenía mucha personalidad, y no porque tuviera algún rasgo llamativo —todas sus facciones estaban muy bien proporcionadas—, sino porque hacía expresiones llenas de carisma. Como una actriz. Tenía tantas sonrisas diferentes que a veces saber lo que estaba pensando resultaba tan fácil como mirarla. O eso creía Erwin antes. Con el tiempo, se había dado cuenta de que Greta tenía, de hecho, un gran control sobre sus gestos, y en ocasiones se aprovechaba de esto para salirse con la suya. Podía manipularte con dos parpadeos y la torsión de una comisura. Tal como hizo en ese momento.

Erwin supo que, si mentía, Greta lo descubriría y la velada se convertiría en una vergonzosa escena teatral en casa de su hermana y Reiner. De todas maneras, Erwin no tenía nada que ocultar, ¿no?

—Hablaba con Levi —admitió—. ¿Lo recuerdas? Es el chico que te presenté hace unos meses, mi amigo de la infancia.

—¿El huérfano? —preguntó Greta, alzando las cejas con sorpresa—. Vaya, ¿le va todo bien?

—Sí, me escribió porque ha recibido la invitación.

—Ah. ¿Y va a venir?

Erwin miró un momento a Reiner. Estaba ensimismado con el fútbol.

—Claro. Aunque he tenido que insistirle, como siempre —comentó, y una imperceptible sonrisa le curvó los labios.

—No sabía que le habíamos mandado invitación —insistió Greta, con un tono de voz agradable y distendido—, ¿estaba en la lista?

—Greta, Levi es mi mejor amigo —respondió Erwin con una firmeza inusitada.

—Tienes razón, lo siento. Es que ya sabes que tu madre... ¿Se lo has dicho?

—No es mi madre quien se casa —resolvió Erwin, levantándose—. Iré a ayudar a Christa.

Greta lo detuvo tomándolo de la mano.

—Erwin, disculpa —le rogó con unos centelleantes ojos de cachorro. Parecía una mirada sincera—. Yo no tengo ningún problema con Levi, me alegra que venga a la boda. Te dije que me parecía un chico educado.

Erwin, tal como la primera vez que la escuchó, pensó que a esa última frase le faltaba un «pero» que nunca llegaría.

—Sí. Eso dijiste.

You can lie, my dearDonde viven las historias. Descúbrelo ahora