VI ☾

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La fiesta no parecía tener fin. Eran, en su gran mayoría, personas con la vida arreglada en un castillo entero a su plena disposición, con comida y bebida para reventar. En apariencia, no tenían nada por lo que preocuparse, pero sí mucho que celebrar.

Levi siguió bebiendo como si quisiera drenar el lago que lo rodeaba. Cuando el alcohol empezó a surtir efecto, fue más fácil unirse a una conversación casual con los primeros que no lo despreciaron, o con la mujer de las pecas, que resultó tener el mejor humor de la fiesta. Tuvo que hacerlo, porque si se hubiera quedado solo en esa velada habría terminado lanzándose al agua desde una de las cristaleras de la capilla.

Refugiado en las copas y en las bromas, Levi intentó no mirar a Erwin, pero siempre acababa buscándolo. Greta no volvió a soltarlo, o él no la soltó a ella, no estaba seguro ni quería estarlo. Lo que Levi sí podía decir con total convicción era que Erwin lucía cada vez más cansado, cada vez más gris. No reía como sabía hacerlo, sino que ponía esa mueca falsa que había aprendido de su madre. No bailaba con soltura, no tenía brillo en la mirada. Y, lejos de alegrarse porque el rubio no parecía feliz el día de su boda, Levi tenía la sensación de que se le había formado un nudo en el pecho. ¿Nadie más lo notaba? ¿Cómo era posible que nadie se diera cuenta de que Erwin se estaba forzando? ¿A nadie se le ocurría pedirle a los músicos que soltaran los instrumentos y a las personas que guardaran silencio un momento? Él lo habría hecho de haber tenido el poder.

Contemplaba, eso sí, que todas esas ideas no fueran más que espejismos, un intento de su pisoteado corazón por aferrarse a una esperanza inútil. Pero, aunque así fuera, Levi no podía dejar de ansiar a Erwin. Solo pensaba en él. Solo estaba ahí por él. Por eso, cuando Greta se desplomó por el alcohol en mitad de una canción y Erwin se la llevó en brazos, Levi se angustió. Pensó, con toda esa ginebra encima, que perderlo de vista era lo peor que podía pasarle. Erwin dejaría a Greta sobre la cama y ella abriría los ojos porque no estaba tan borracha como le había hecho creer. Pestañearía varias veces y convencería a Erwin con una sonrisa. Empezarían a besarse despacio, hasta que se formara un torbellino entre sus bocas. Entonces Erwin se olvidaría de todo lo demás. Borraría palabra por palabra, nombre por nombre, rostro por rostro, hasta llegar al suyo.

No.

Levi no podía dejarlo.

Antes de que Levi lo supiera, sus pies habían comenzado a moverse hacia la misma dirección en la que Erwin había desaparecido con su esposa. No le importó la mirada inquisitiva de la viuda de Smith. Tenía que ir tras él aunque fuera para quedarse en la puerta como un perro guardián. Esa noche no tenía otro motivo de ser. ¿Y si Erwin lo necesitaba? ¿Y si se cansaba de Greta y salía a dar una vuelta por los claustros embrujados del castillo? ¿Y si corría peligro lejos de él?

Levi subió unas largas escaleras, tan anchas como una calle, tapizadas con una alfombra. Se adentró en un pasillo poco iluminado en el que se vislumbraba una puerta entreabierta y una tenue luz que salía de ella. Allí estaba. Su Erwin. Levi apuró el paso. Tenía que llegar. Tenía que verlo. Pero también la vería a ella.

¿Qué estaba haciendo? ¿De verdad iba a plantarse en la puerta de su mejor amigo la noche de su boda? Patético. Bestia. Animal. Pero lo necesitaba tanto... Se frotó la cara y dejó caer un hombro contra la pared. La luz seguía encendida al final del pasillo, en el interior de esa habitación. Iría. Ya no le importaba nada.

Escuchó unos pasos. Miró hacia atrás, donde su camino se interrumpía por otro corredor. Pensó que el alcohol había desdibujado su percepción del espacio.

—¿Erwin?

La corpulenta y varonil silueta del novio apareció al final de ese pasillo, en el extremo contrario al de la puerta entreabierta. Había terminado deshaciéndose también del chaleco y ahora quedaban a la vista ese par de tirantes marrones enganchados a su cinturón. Su camisa seguía remangada y la pajarita en su sitio, pero el lazo estaba torcido y tenía arrugas en la ropa. Todo aquello que no había dejado ver en su semblante ni en sus palabras parecía haberse volcado en su atuendo, cada vez más desprolijo, como si la noche hubiera sido mucho más larga.

You can lie, my dearDonde viven las historias. Descúbrelo ahora