V ☾

68 13 3
                                    



El banquete se desarrolló en uno de los inmensos jardines del castillo, con vistas al lago salpicado por la luz del mediodía. A lo lejos, en la orilla vecina, se veían las casas de la ciudad, pintadas como en un cuadro. Era innegable que hacía un día precioso, y la decoración de la boda estaba a la altura: las mesas eran redondas y estaban colocadas con milimétrica exactitud, llenas de flores, copas y cubiertos. Habían colocado toldos para que el sol no fuera un problema, y de ellos también colgaban plantas y luces que servirían para hechizar el ambiente cuando cayera la tarde.

Levi supo que Erwin había escogido su asiento en cuanto vio que estaba de espaldas a los novios, y que en su mesa solo estaban Christa, su marido Reiner, dos damas de honor que venían de parte de la novia, un primo de Erwin —Armin, un muchachito educado y pacífico—, y Annie, la hermana de Reiner, quien, contra todo pronóstico, resultó ser una joven silenciosa y taciturna. Levi los había visto antes en alguna ocasión y sabía que, de entre los miembros de la familia de Erwin, eran los más inofensivos. Nadie le hizo ningún comentario fuera de lugar. De hecho, apenas le prestaron atención durante la comida, cosa que agradeció.

Llegaron los postres y, con ellos, los primeros brindis. La madre de Erwin dijo unas palabras, premeditadas y un tanto artificiales. Luego habló Christa, con más naturalidad, aunque Levi tampoco le prestó atención a su discurso. Alguien más habló para todos antes de que Erwin tomara la palabra:

—Quienes me conocen saben que las palabras no son mi fuerte —comenzó diciendo—, así que seré muy breve: creo que cualquier hombre se sentiría afortunado de compartir su vida con una mujer como Greta. No todos los días se encuentra a una persona tan carismática, inteligente y encantadora. —Miró hacia su esposa con una expresión apacible y ensayada—. Deslumbras a todos cuantos te conocen. Debo sentirme orgulloso de tenerte a mi lado.

Los invitados aplaudieron y alzaron sus copas para acompañar a Erwin en el brindis. Menos Levi. Nadie lo estaba mirando de todos modos, no notarían su desplante. Se quedó absorto repitiendo el parco discurso de Erwin en su cabeza, tan corto y sencillo que era fácil memorizarlo. ¿Eso era todo? Para empezar, Erwin era un buen mentiroso. Las palabras eran, de hecho, su mayor fortaleza y hasta su pasión. Podía recitar poemas enteros si se lo proponía, y casi todos los que se sabía eran sobre amor. Erwin, que era adepto a las pasiones de los poetas, había llamado a su esposa «carismática, inteligente y encantadora», los tres primeros adjetivos que salen cuando buscas una lista en internet.

Pero estaba imaginándose cosas, se dijo. Estaba desesperado por negar el amor de la nueva pareja. Miró el soufflé de queso que le habían puesto delante. Lo probó, lo saboreó, pero no le supo a nada. No encontró dulzor alguno.

Por suerte, y en contra de lo que esperaba, Greta no dio ningún discurso. Sin embargo, soltó un entusiasta:

—¡Pero, ¿quién no se sentiría afortunada de casarse contigo?!

Y Levi pensó que al menos en eso no se equivocaba.

Los invitados comenzaron a aplaudir y a corear un eufórico «¡que se besen, que se besen!» que terminó con la novia levantándose de su asiento para satisfacer al público. Tomó a Erwin de las mejillas y sus labios se encontraron. Todos estallaron en risas y más aplausos.

Vivan los novios.

Levi sintió que alguien lo observaba. Una de las damas de honor de Greta, la que estaba sentada junto a Reiner, no le quitaba los ojos de encima. Era alta y bronceada, con el pelo corto y oscuro, y tenía unos ojos tenaces y las mejillas salpicadas de pecas. Levi no la conocía, pero en ese momento le pareció que esa mujer estaba viendo su alma.

You can lie, my dearDonde viven las historias. Descúbrelo ahora