IV ☾

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La mesa del tocador y el marco del espejo eran de madera de roble, oscura y barnizada. Erwin lo supo por el olor y porque él siempre se fijaba en esos detalles. Por eso pensaba que —a pesar de lo mucho que le gustaba leer—, si lo intentara, sería un mal escritor. No se detenía en las sutilezas. Si tuviera que describir ese mueble, habría optado por hablar de la antigüedad de la madera, de sus medidas exactas, o del estilo histórico en el que estaba inspirado, pero probablemente no habría mencionado que en la parte superior del marco había unas filigranas que parecían pétalos de rosa, ni que al tacto era suave como un lecho de arena finísima. Aun así, le gustaba leer porque apreciaba esos detalles, y agradecía que hubiera poetas dispuestos a escribir sobre ellos, a darles importancia. Él, sin embargo, no tenía esa soltura. Las pocas veces que se había sentado a escribir se había bloqueado en la búsqueda de documentación veraz, en la consulta de fuentes fiables, en los textos enciclopédicos. Demasiado inseguro para alejarse de la realidad. Demasiado asustado para dejarse llevar, para permitirse cometer errores.

De todas formas, él nunca sería escritor.

Terminó de ajustarse la pajarita beige y observó su reflejo en el espejo cuadrado de un metro de largo por cincuenta centímetros de ancho. Le habían peinado el flequillo hacia un lado, de la misma forma en que lo llevaba en sus cumpleaños, tal como le gustaba a su madre. Pero a él le parecía que ese peinado tan formal y perfecto hacía que su cara pareciera más larga y resaltaba aún más sus cejas pobladas. Sobre todo con ese afeitado impecable, sin una sombra, sin un descuido. La cara limpia y acicalada. Pero él se sentía como si llevara una máscara, como si el hombre del espejo fuera un desconocido.

Apartó la vista y se inclinó para ponerse los zapatos, de cuero marrón, a juego con el cinturón y los tirantes, un poco ajustados. Le resultaba incómodo caminar con ellos, pero él no los había elegido. Tampoco había elegido el traje: un conjunto de pantalón, chaleco y chaqueta de color perlado, parecido al de la arena, con una camisa blanca de botones que tenía gemelos de oro. No se veían, pero Erwin sabía que estaban ahí. Eran los mismos que había usado su padre el día de la boda.

Su padre.

Coló los dedos por la manga de la chaqueta y acarició esos botones de oro que tenía en los puños. Estaban calientes porque era una mañana de mediados de septiembre.

Cuando cerró los ojos, se vio frente a un ataúd —también de madera de roble— cerrado y rebosante de flores. Más de un centenar de personas asistieron al velatorio. Todos se acercaron para estrecharle la mano y darle el pésame, y Erwin correspondió los apretones con firmeza, tal como le había enseñado su padre, pero sin fijarse en el rostro de nadie.

La única persona que lloraba era Christa. Su hermana se había ocultado en los brazos de Reiner y sollozaba a moco tendido, sin hacer apenas ruido. Aquel día, nadie le habría recriminado a Erwin que también soltara alguna lágrima silenciosa, pero no le salían. Se erguía rígido como una columna de acero, sin ápice de expresión en sus ojos, con la mandíbula prominente de la tensión. Alguien lo abrazó. ¿Un familiar? No reconoció el olor, ni los brazos, ni la sensación. Quienquiera que lo hubiera abrazado no lo había hecho nunca antes.

En algún momento, su teléfono vibró dentro de su pantalón. Erwin no lo miró. Recibió una taza de té caliente que le dio alguien y se quemó la lengua y la garganta con el primer trago. Centrarse en el dolor le resultó apaciguador.

De aquello no recordaba mucho más. La habitación estaba oscura porque era un día nublado y frío; Erwin tenía la piel erizada bajo del esmoquin negro. Quizá fue por eso, porque tenía las manos heladas, que Erwin terminó metiéndoselas en los bolsillos. Dio con su teléfono y lo revisó por inercia, aunque tal vez fue el destino. Tenía muchas notificaciones. Aun así, sus ojos inmediatamente cayeron en una. Un mensaje de texto.

You can lie, my dearDonde viven las historias. Descúbrelo ahora