Capítulo 30: "Enfermedad"

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Henry se acostumbró a su vida en el campo, levantarse temprano, tareas del hogar, ordeñar las vacas, alimentar y matar cerdos, recoger huevos. Al final del día tenía tiempo de sentarse en la hierba, junto a los 3 delgados galgos a su lado, abrazaba a los animalitos, viendo la puesta de sol, secando el sudor de su frente, recordaba aquella puesta de sol que presenció con Elena, su amada Elena.

Imaginaba extensos escenarios ficticios en donde vivía una vida campestre junto a Elena, donde cocinaba para ella, cortaba leña para ella, intimaba salvajemente con ella, solo era él y su amada, solos en el prado.

Ya era de noche, los canes levantaron sus orejas alertando de la llegada de desconocidos, Henry salió de su utopía, y siguió a los perros para averiguar que los estaba alarmando. Se asomó por una esquina de la casa. Vio a Samuel recibir a dos mujeres muy elegantes y maquilladas. Los 3 fueron cautelosamente a la casa prohibida al final del prado. Henry ya había visto a esas dos mujeres antes, visitan el prado 2 veces a la semana. Samuel le había asegurado a Henry que aquellas mujeres eran sacerdotisas, que bendecían la supuesta cabaña maldita al final del prado. Pero esas mujeres eran tan santas y sagradas, que Henry tenía estrictamente prohibido acercarse a ellas, debido a que él era "Impuro" por haber estado en la cárcel una vez. Por eso solo Samuel tenía permitido recibir a las mujeres.

Henry vio alejarse al anciano con las dos mujeres por el prado. Ya estaba acostumbrado a la rutina que debía seguir cuando esas mujeres visitaban el prado. Henry se metía en la casa, atendía a la anciana y se dormía temprano.

Preparó el café para la débil mujer y fue a dejárselo. La anciana apenas podía moverse, cada día empeoraba poco a poco, la enfermedad la estaba matando en vida. Henry se sentó al lado de la mujer, vigilando que no sucediera nada con ella mientras bebe.

- ¿Está rico? – Preguntó cariñoso el joven

- Si, hijo. – Dijo a duras penas la mujer

La mujer terminó el café, Henry arropó a la anciana y se llevó la taza vacía. Entró a su habitación y procedió a desvestirse. Se arropó y cerró los ojos. Pasaron unos segundos, y escuchó a la anciana quejarse en la habitación, el joven rápidamente se vistió para ir a socorrerla.

La anciana tocía fuertemente, la secreción de su garganta no quería salir para dejarla respirar, se estaba ahogando. Henry no sabía que hacer más que sobar la espalda de la mujer. María se estaba desvaneciendo.

- ¡¿Dios mío, qué hago?! – Gritó el joven.

La mujer sin poder hablar, apuntó una foto en la pared, en aquella foto estaba Samuel junto a ella en el prado. La mujer quería que Henry fuera por Samuel.

- ¡Resiste, iré por él! – Le dijo preocupado a la mujer

Henry corrió, solo podía escuchar su respiración agitada en el eterno silencio y oscuridad de la noche. Ya se estaba acercando a la cabaña maldita al final del prado, había luz dentro. A un metro de la casa se detuvo en seco, no escuchó oraciones o predicas como haría un sacerdote, intentando liberar una casa maldita. Escuchó gemidos y risas de las mujeres. Se acercó cauteloso a una ventana para terminar convenciéndose que Samuel gastaba la fortuna en mujerzuelas y en placer rápido. 

El corazón de Henry se detuvo, supo al instante que María, la esposa de Samuel. No la estaba matando una simple enfermedad de pulmones, si no, aquel mito sobre la enfermedad sexual que te transmiten las mujerzuelas. Samuel gastaba su dinero en prostitutas y obligaba a su enferma esposa a mantener intimidad con el diariamente. El poco aprecio que Henry tenía por Samuel, se esfumó por completo esa noche.

Corrió devuelta a casa, para ver el estado de María. Corrió tan rápido como pudo, su pie chocó con una roca, el joven calló brutalmente al suelo. Con la cara pegada al suelo, vio una planta a su lado, con un aroma muy característico, era menta.

Ya no me queda nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora