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Acompañé a Ellis a su primera sesión... con un psiquiatra distinto. Se presentó allí con gran disposición. Y cuando el médico lo recibió, me dijo que no me preocupara por él, que entraría solo.

Bastó poco más de hora y media para verlo volver a la sala de espera, con un semblante distinto al habitual.

Se veía... sereno.

Eso me hizo esbozar una sonrisa.

Durante un mes, Ellis se aseguró de tenerme al día con todo lo que tuviera que ver con su rehabilitación: dos consultas por semana, una mensual con el neurólogo. Terapia cognitiva y de comportamiento. En su dieta, nada pesado, y sus horas de sueño, como mínimo, ocho.

Una lista de medicamentos y antipsicóticos que tomar nos sorprendió a ambos. Al parecer, no fui la única con fobia a las pastillas. 

A Ellis le costó muchísimo incluirme en aquella parte de su vida. Por eso —y siempre que tuve oportunidad— le hice saber cuánto me contentó que se esforzara, y también con hacerme formar parte de su progreso.

Ellis siguió yendo al gimnasio.

Alquiló un piso propio.

Consiguió un trabajo a tiempo parcial con un sueldo considerable los fines de semana.

Su vida dio un cambio sustancial, y todo al dedicarse a una parte de ella que menospreció por muchos años… Me sentí orgullosa.

Sin embargo, no olvidé el episodio en mi habitación. Aunque me encargué de pasar página, admito que hubo algo en ello que me mantuvo alerta, a pesar que los exámenes y la nueva terapia neuropsicológica de Ellis apuntaron que, si mantenía el ritmo, no tenía por qué suceder de nuevo.

Sin embargo, fue algo que me dejó muchas noches sin dormir.

Empecé a creer que yo también necesitaba terapia... Mi último ataque de pánico me lo recordó. Pero me obligué a olvidarlo: Ellis necesitaba de mi apoyo. No quería preocuparlo por nimiedades.

Las semanas pasaron. Él avanzando y yo retrocediendo. Él logrando desprenderse del peso que llevó encima, mientras que el mío me impidió seguirle el hilo...

Fue así como la ansiedad me nubló, y tuve que enfrentarme a ella una noche en mi habitación… Sola.

Sola contra una carga que quiso aplastarme.

Sola contra mi respiración dificultosa.

Sola contra una soledad hostil…

Ese pensamiento me acompañó esa noche, y la siguiente, y la siguiente… hasta atentar contra mí, un día. Cuando el doctor Ausubel tocó mi puerta.

Lo que nunca he dicho | BLAIR [Atwood 0]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora