Pasado

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Regaría con mis lágrimas las rosas,
para sentir el dolor de sus espinas,
y el encarnado beso de sus pétalos
Gabriel García Márquez

Días antes

—Blair.

—Ellis.

—¿Entonces?

—¿Entonces qué?

—¿No me dirás cuál es el tipo de propuesta que tenías en mente?

Su tono de voz bajó conforme se acercó. Sus dedos recorrieron la parte descubierta de mi muslo, aquella que el sweater no llegó a cubrir. Era extremadamente grande, y yo, extremadamente menuda.

—Si sigues haciendo eso, me temo que no podré contestar a tu pregunta.

—¿Ah no?

—No.

—¿Y por qué?: ¿Pierdes el hilo de las cosas? ¿Tengo ese poder sobre ti? Me halagas, Blair Holden.

—No pongas palabras en mi boca, Ellis Benjamin.

—Joder, Blair.

—¿Qué? —Posé mi barbilla en su hombro. Mis dedos se aventuraron a rozar las comisuras de sus labios—. ¿Perdiste el hilo de las cosas? ¿Tengo ese poder sobre ti?

Su nuez de adán se movió.

—No es eso.

—Entonces, ¿qué?

—Es lo que dijiste hace poco... Lo de poner palabras en tu boca.

—¿Qué es lo que piensas, Ellis?

Su silencio me hizo alzar la vista. La colisión del par de esmeraldas en un fuego oscuro me pilló desprevenida.

Se mojó los labios, y el contraste de aquel gesto con su expresión me dejó anonadada.

—Preciosa, pon todas las palabras que quieras en tu boca, pero no mi segundo nombre.

Fruncí el ceño.

—Vale, ¿y eso por qué?

—No quieres oír la respuesta. 

En serio: necesitaba escribir un libro entero sobre Ellis y todo su pasado para entenderlo.

Me dejé caer sobre el mueble. Vale, basta de caricias.

Afuera, estaba lloviendo. El sonido de las gotas contra la ventana lo dejó en evidencia. Ellis llegó de la universidad, y gracias a la lluvia, no le quedó de otra más que quedarse en mi casa.

Casa donde sólo estábamos los dos, oyendo el ruido de la lluvia.

Estornudé. Al parecer, sí cogería un resfriado, después de todo. Mi cuerpo siguió harto de cargar con tanta ansiedad. 

Sin embargo, seguí allí, respirando. Y a pesar de que la paranoia no me dejó en paz, la persona a mi lado se encargó de proporcionarme toda la que pudiera.

Ellis se echó sobre mi regazo. Mis dedos atraparon su cabello.

—¿En qué piensas, preciosa?

—En nada particular. ¿Y tú?

—Me temo que “pensar en ti” no puede significar nada, sino todo, ¿me entiendes?

—A este paso, me tendrás hincando la rodilla para proponerte matrimonio, ¿sabes?

—De ser así, me encantaría ser yo el que use el vestido de novia.

Una leve risa mía llenó la sala. Él siguió:

—Estoy pensando en mi padre…

Mis manos se detuvieron en su cabello. Él se revolvió ante la ausencia de movimiento, así que disimulé y volví a la labor.

—Es raro pensar que él murió sin tener idea de mi trastorno, ¿sabes? Vivió sin saberlo, y al mismo tiempo, haciéndome crecer en un entorno donde cualquier alteración mental se traduce a “estar desquiciado”.

Una punzada de dolor me atravesó. Puse especial atención en su relato.

—A mi bisabuelo le diagnosticaron demencia senil, y mis abuelos no me dejaron conocerlo. Pasó sus últimos años en un psiquiátrico de mala muerte, siendo el Collingwood más conocido por ser desplazado por su familia, por el simple hecho de ser un desquiciado.

» Mi padre siempre lo decía: Los locos no aportan nada a la sociedad, pero qué se le va a hacer.

Dejé de mover mis dedos, y me reacomodé. Ellis tenía la mirada perdida, reviviendo el rechazo que su padre propició en él antes de morir.

—Es horrible tener ese recuerdo de tu padre, pero no lo cargues más, o seguirá dañando tu presente.

Cubrió su fuego esmeralda con sus pestañas. Contorneé su rostro lleno de pecas.

—Dímelo, preciosa... Dime que no soy un desquiciado.

Acomodé mis muslos de forma que su cabeza quedase bien apoyada, y descendí mis dedos hasta sostener sus mejillas.

No tenía idea de qué decirle, y en medio de mis dudas sólo solté:

—“Me temo que sí. Te has vuelto loco. Pero te diré un secreto: las mejores personas lo están”.

Su fuego esmeralda se abrió y examinó cada parte de mi rostro. Proseguí:

—¿Eso es de Alice In Wonderland?

—Sí.

—¿Has… leído el libro?

—Lo suficiente para saber que este es el momento de decir mi frase favorita.

Mis dedos subieron por su mandíbula.

—Que tu padre despreciara los trastornos antes de conocerte no quiere decir que habría odiado el tuyo. Era tu padre, y tú y yo sabemos que su amor por ti pudo haber pasado por alto todo eso… Piensa que habría sido así.

—No puedo.

—Entonces imagina que sí, eres un desquiciado. Y si al caso vamos, yo también.

De sopetón, se dio la vuelta para mirarme interesado.

—Yo también fui rechazada, y fui llamada desquiciada por la peor persona: yo misma. Yo… soy el amasijo de odio y pesimismo que más puede destrozarme.

» Pero adivina: ese amasijo está rodeado de muchos, y de forma irónica, pudo hallar paz en otro. Uno que lo ama tal y como es.

Exhalé sobre sus labios agrietados, presas de su propia ansiedad.

—Tú dices que pongo tu mundo del revés, Ellis, pero yo siento todo lo contrario: me transmites paz, en medio del odio, en medio de espinas. Tú… eres el único tornado capaz de calmar mis crisis, mi ansiedad, mi día a día.

No se contuvo: sus ojos liberaron un par de lágrimas, y acunó mi rostro en sus palmas.

—Joder, preciosa. No sabes cuánto te amo así, despertando cada tormenta en mí.

—Y no sabes cuánto te amo así: queriendo cada espina que hay en mí.

Eso fue lo último que necesitó oír para besarme con ganas.

Lo que nunca he dicho | BLAIR [Atwood 0]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora