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Decir que sufrí un ataque fue poco.

Sentí un hormigueo; en la garganta, en todo el cuerpo. Y me reí. Me reí con ganas. No como una risa sin gracia: sino como la carcajada más desproporcionada, una que sólo puede venir de alguien con tanto miedo y prepotencia.

No supe qué hacer: si tomar la carta y picarla, dársela a Mocca para que la despedazara, o ir al balcón, sacar un encendedor y prenderle fuego hasta que se redujera a cenizas. A ver si ese sería el destino de mi ansiedad.

Tomé mi celular, ese en el que el papel dijo que me llegaría un mensaje anónimo, y lo estrellé contra el muro. Sin remordimientos. El crujido de la pantalla haciéndose añicos fue melodía para mis oídos.

Satisfacción que murió y dio paso al vértigo.

Apyé las manos en la pared. Me convertía en un manojo de nervios. En esa parte desconocida de mí que me acechaba, que amenazó con hacerme perder el control. ¿Cómo es que luego de tanto tiempo, me fue tan difícil alejarlo? ¿Qué estaba saliendo mal...?

Un susurro me lo dijo: «Tú sabes que es culpa de Ellis»

Negué. «No, él no me puede hacer daño…»

La voz se rió de mí: «¿No te has dado cuenta? Al fin y al cabo, el médico psicópata lleva algo de razón: tu novio lo está jodiendo todo»

—Ni pensarlo. Es... imposible. Su trastorno no tiene nada que ver con el mío...

En plena discusión interina, grité. Me asusté al oír el sonido de notificación de mi móvil.

Vi mi alrededor: estaba totalmente sola... Cogí el aparato del suelo, dejando que la luz azul iluminase mi rostro.

«Número desconocido:

«Earl Bales Park, jueves, siete de la tarde.

«Es hora de que conozcas al monstruo»

Lo que nunca he dicho | BLAIR [Atwood 0]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora