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El sábado debí hacer las maletas. Y debí llamar a Ellis para que pasara a recogerme y así, llegar al lago a primera hora.

El punto es que no hice ni uno ni lo otro. Porque a la hora que debí estar llamándolo, estaba en el parque para perros, con Mocca lamiéndome la suela de los zapatos.

La culpa me abrazó. Sentí que cometí un error al obedecer al mensaje anónimo.

El último ladrido que oí fue el de un dálmata que forcejeó para salir con su dueño del parque. Exhalé, haciendo una nubecilla de vaho sobre mis labios.

Afuera, las calles se hicieron silenciosas. Las luciérnagas aparecieron, y el único ruido que advertí fue el de Mocca, ansioso por descubrir qué había en mis zapatos.

Miré el reloj: faltaba un cuarto para las siete.

Mi corazón repiqueteó. Me resultó inquietante saber que hasta mi cuerpo se preparó para la llegada de algo… Algo realmente desconocido.

Inhalé y miré al cielo. ¿Y si no fue Ausubel? ¿Y si fue Kim, o de Ed, o cualquier otra persona?

Venga, ninguno tenía pinta de ser tan retorcido.

Me rendí ante el miedo. Ante la idea de ser observada, de convertirme en el objetivo de algún juego que ya me tenía al borde del hastío por conocer.

Entonces el viento se detuvo.

El frío endureció.

Las hojas y los grillos callaron, presagio de la desolación.

Está aquí.

Siete en punto. Mis ojos se entregaron a la oscuridad, lanzándome lejos de Mocca, de Ellis, y de las personas en mi mente.

Me entregué al murmullo que exhaló contra mi cuello: «Qué gusto verte por aquí… monstruo»

Lo que nunca he dicho | BLAIR [Atwood 0]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora