•|CAPÍTULO VIII|•

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Dianne Crimson

Desperté antes del amanecer, cuando el resto de la casa seguía durmiendo. Me levanté de la cama que había sido instalada para mí en un rincón vacío del sótano y preparé la ropa más formal que pude encontrar en el baúl que había a los pies. Saqué también el único bolso que poseía y guardé en su interior todo lo que iba a necesitar para el día que había planeado antes de acostarme la noche anterior.

Tras la conversación con Lockwood supe que jamás tendríamos una relación mínimamente cordial y el problema era suyo. Decidí que necesitaría una manera de pasar menos tiempo en la casa para evitar encontrarme con él a toda costa. Después de dar vueltas en la cama por al menos una hora, había tomado una decisión: si lo ayudaba con las facturas de la casa, quizás dejaría de estar agobiado y sería algo menos gilipollas. Por supuesto jamás podría mencionarle el asunto, su orgullo era lo suficientemente grande como para sentirse ofendido y mandarme a la calle. Sería mi secreto.

Subí al baño que en aquel momento se encontraba vacío y me di una ducha relajante. Me lavé el cabello a conciencia y lo sequé con una toalla. Contemplé la imagen que me devolvía el espejo y decidí que mi apariencia, a pesar de tener la mayoría de edad, era demasiado aniñada aún. Saqué el neceser que guardaba debajo del lavabo junto con el de George y me lavé los dientes, después pinté mis ojos con algo de kajal negro y rímel. Me hice un recogido alto que causó que mi aspecto cambiará a uno más maduro y me vestí con la ropa que había elegido: unos pantalones ajustados de traje junto con una camisa y una americana cruzada. Para mi disgusto, calculé que unas deportivas o unas bailarinas volverían a dejarme con un aspecto demasiado juvenil. Unos sencillos zapatos de salón cumplirían con mi cometido. Me eché un vistazo de arriba abajo y antes de salir, retoqué mil labios con un tinte oscuro. Bajé al sótano a por el resto de mis cosas y volví a subir a la cocina. Preparé un desayuno rápido para todos cuando despertarán y les dejé una nota avisándoles de que tenía cosas que hacer aquel día y llegaría a última hora.

Cuando cerré la puerta de la casa con mi nuevo juego de llaves, observé el sol que ya se había alzado en el cielo. No tendría problemas con los visitantes. Tardé un par de minutos en encontrar un taxi que me llevará al centro.

Estaba lista para poner en marcha mi plan maestro.

• • •

Ya había anochecido cuando el taxi me dejó en la puerta del número 35 de Portland Row.

—Buenas noches, señorita—me deseó el amable conductor cuando puse el dinero del viaje en su mano.

—Igualmente.

Salí del taxi con toda la gracia que pude tras pasar el día entero con aquellos molestos zapatos y empecé a subir las escaleras del portillo. Cuando escuché al coche marcharse, me quité los tacones en un gesto desesperado y abrí la puerta de entrada con ellos en la mano. A la mierda la elegancia, estaba matada.

—¿Se puede saber dónde has estado?—Acababa de cerrar la puerta detrás de mi cuando una voz en la oscuridad me sobresaltó.

Di un grito ahogado y agarré mi pecho con la mano en la que llevaba las llaves tratando de calmar mi agitada respiración. Solté los tacones y encendí la luz del hall para ver al culpable de mi micro-infarto.

—George... Casi me matas del susto, ¿qué demonios te pasa?—cuestioné algo más tranquila al ver que había sido él quien me había atrapado y no el dueño de la casa.

Recogí mis cosas del suelo y comencé a caminar en dirección a la cocina para tomar un pequeño tentempié antes de irme a la cama. Sentí los pasos cercanos de mi compañero detrás de mi.

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