Gatos, junto al perro, son los grandes compañeros del hombre por excelencia; sin embargo, solo el primero de los dos posee una relación más allá de lo afectivo, considerado hasta mística, "el amo y la mascota", y este término es debatible debido a que estos animales parecen sentirse iguales o superiores al humano. Si bien es cierto que el perro es el animal que mejor se lleva con nosotros, esta relación afectiva se da porque ellos se sienten sumisos ante su amo, como si le debieran la vida a aquel que les de comodidad. Contrario a esto, el gato tiende a ser mucho más reservado en cómo termina por mostrarse, considerándose hasta en cierto punto algo místico o mágico. Muchas culturas alabaron la figura espiritual del gato como un guía luego de la muerte, una especie de Caronte felino; otros, en cambio, ven en su presencia riqueza y poder, representado por su poco expresionismo y su relación con la extinción de plagas, y un tercer grupo los ve como defensores del mundo humano contra los malos entes. Pero, pese a tantos buenos legados sobre el mismo animal, mi familia no compartía tal visión. Para ellos, los gatos eran los príncipes de la pereza, magos del arte de la vivencia ajena y bastante antipáticos como extra. Tal motivo privó a estos felinos la entrada a la casa por mucho tiempo, y debido a ello, pocas veces los había visto, lo cual aumentaba mi imaginación sobre sus habilidades místicas.
¿A qué viene esta introducción? Bien, recuperada de la peste del insomnio y ya un par de semanas de encontrarme fuera de la ciudad de Alessia, me encontraba cara a cara contra un nuevo obstáculo: una sensación de estancamiento estaba naciendo producto del invierno que azotó de manera total mis viajes, un clima gris y sombrío que hasta aquel momento era el peor de todas las temporadas en las que había vivido. El viento y las tormentas de nieve propiciaban un frío sin precedentes, la falta de posadas se hacía evidente al no contar con recursos para dar una estadía siquiera decente, por lo que terminaba arrinconada en albergues. A veces, gracias a mi larga y poco sostenible estancia en Alessia, me vi obligada a hacer un racionamiento mucho más riguroso de mis provisiones.
Todo aquello y otra larga lista de factores hicieron que con el pasar de las semanas empezara a generar un desdén hacia la idea de tener aventuras igual de emocionantes que en los tiempos previos a la partida del sol. Comenzaba a encerrarme en el lugar que lograba encontrar y abrigarme cuanto pudiese durante los días de mi estadía, esperando que pudiera hacer mejor clima para partir al siguiente lugar.En los pocos momentos en que la curiosidad me ganaba y me decidía por salir, realizaba lo mismo en casi todos lados, frecuentaba los solitarios parques invernales llenos de tanta nieve en ese punto que incluso las mismas bancas casi perdían de vista sus propias patas.
Entre tanto lúgubre panorama, aconteció una historia bastante curiosa casi al final del invierno. Había llegado a un pueblo de cuyo nombre poco se me quedó en la cabeza, y aunque en ese punto, como dije, ya estaba acostumbrada a directamente hospedarme donde los conductores de los carruajes lo hacían y no salir de ahí, aquella vez sentí una ligera curiosidad por ver el pueblo en el cual habría de estar algo de un día a lo más tardar. No tardé en desanimarme al hallar, como cosa rara, todo cerrado, incluso el templo que estaba frente a aquella plaza, que en otros tiempos del año estaría a puerta abierta para quien quisiera entrar, tenía a sus feligreses por fuera. Aquel ambiente no me generaba el más mínimo interés en recorrer aquel poblado, por lo que senté a mirar el igual de aburrido cielo sentada en una de las bancas a la que le había quitado la pequeña montaña de nieve. Mientras estaba con la cabeza al cielo divagando sobre mis viajes y el hecho de estar por cumplir casi un año en ellos, divisé una ligera humareda proveniente del mismo poblado, mayor para ser el de una casa común, pero menor como para alarmarme por un incendio, supuse que era algún negocio o cualquier cosa medianamente interesante, así que emprendí marcha para saciar mi ya casi muerta curiosidad.
Camino al sitio que resultó ser una panadería, me topé con un pequeño callejón al lado repleto de escombros varios, y entre todo aquel desastre resaltaba una pequeña manchita como amarillenta que se hacía espacio por detrás de algunos tablones de madera. Me acerqué a observar qué era, y para mi sorpresa, era un cachorro de gato, totalmente indefenso y con a lo mucho unos dos meses. Tiritaba mientras buscaba esconderse en algún lugar que le diera la calidez que necesitaba para intentar no morirse, aunque aquella situación hubiese sido en vano si nadie llegaba a sacarle de ese recinto. Siendo consciente de aquella situación, sólo lo dejé en donde estaba y entré al local. Compré una ración de pan de centeno y sin conversar mucho antes de irme le pregunté al dueño si el gato en cuestión era de él o si conocía a su dueño al menos, pues era muy pequeño para estar solo sin su madre.
ESTÁS LEYENDO
Diario de una viajera
Fantasi¿Alguna vez has querido conocer el mundo?, ¿Sientes la necesidad de ser libre y volar por el mundo sin ningún freno?, ¿Crees que la vida es corta y debes disfrutarla al máximo? Bueno, Emma Wright comparte tus ideales, durante toda su vida sintió cur...