Un vacío negro, sin vida, rodeaba a Takeda. Era el único ser en un espacio oscuro y muerto, parado en una superficie invisible a sus ojos. Caminaba sin rumbo, sin un destino al cual ir, pero observando en todas las direcciones, buscando cualquier cosa donde posar sus ojos. Aunque no con anhelo, sino con miedo. Sabía lo que sucedería, y aunque no tenía ningún control de los acontecimientos, se decía a sí mismo que despertara para que la pesadilla terminara antes de comenzar. Pero al ver una figura femenina a lo lejos, con su largo cabello negro dándole la espalda, se consternó. No quería verla de nuevo ensangrentada, desangrándose por agujeros en su cuerpo, con una apariencia de muerta en vida. Tenerla así, demacrada, con un aspecto tan horrible, le resultaba una tortura que escarbaba en lo más profundo de su alma. Su primer instinto fue correr en dirección contraria, y alejarse lo más que pudiera de ella. Aun así, en el fondo de su corazón guardaba la esperanza de que en esta ocasión podría apreciar su rostro como lo recordaba en sus más queridas memorias, y no aguantar el suplicio que anticipaba. Por eso mismo, sus piernas no se movieron, mientras la lógica se batía contra los sentimientos. Al final, movido por sus emociones, dudoso de lo que el mismo hacía, se acercó lentamente asta estar a tan solo unos cuantos metros de distancia. De pronto, una mano tomo su muñeca. Al instante de sentir el tacto, no hizo movimiento alguno. Ya tenía muy presente lo que vendría continuación: De entre las sombras cientos de manos saldrían y lo arrastrarían a la oscuridad, y antes de estar completamente sumido en ella, vería lo que tanto temía ver. La imagen en sí, le provocaba un dolor casi indescriptible, y un terror atroz que le era imposible de suprimir. Un milagro que evitara la repetición de esa infernal secuencia era algo que llegados a ese punto desecho sin remedio. Paralizado, fijo su mirada al suelo, sin saber qué hacer.
—Papa… Papa.
Esas palabras, ya las había escuchado antes, y la voz que las formulo provenía de la persona que aún seguía aferrándose a su muñeca. La confusión lo llevo a verificar de quien se trataba, a pesar del miedo, y al hacerlo, jamás espero encontrarse con la misma maestra tierra que asesino en la última batalla. Donde deberían de estar los ojos, solo ayo cuencas vacías, de las que nacían lágrimas de sangre.
—Papa… Papa. —Repitió la chica.
Luego, escuchó pasos acercándose, y cuando se tornó hacia donde provenían, vio a una multitud de personas yendo a su dirección. Todos machados de sangre y sin ojos. Se vio rodeado por todos estos cadáveres andantes y trato de luchar contra esta onda repentina. Patadas, puñetazos, empleo cada técnica que conocía, acertando golpes mortales sin parar. Pero sin importar cuanto se esforzaba, sus ataques no surtían ningún efecto. Cada vez que conseguía derribar a uno, este volvía a levantarse como si nada, y su número no hacia más que aumentar. Rápidamente decenas de manos lo inmovilizaron, y antes de que esa manada terrorífica pudiera hacerle algún daño, vio una última vez esa figura con ese largo cabello negro, observándolo. Cuando los labios de la misma comenzaron a moverse, pudo escuchar muy cláramente lo que salieron de ellos, como si estuviera delante de él.
—Lo siento… Takeda.
Despertó en su tienda, sobresaltado. Respiraba de forma agitada, y sudando por todo el rostro. Consciente de que ya se encontraba de nuevo en el mundo real, se calmó y salió al exterior, hallando a todo su batallón despierto en una mañana tranquila.
No muy lejos, observo a Shao hablando con algunos hombres, en medio de su desayuno. Cuando su segundo lo vio aproximarse, se levantó y fue a su encuentro.
—Bueno, nuestro gran capitán por fin despertó. Es raro que te despertaras tan tarde cuando fuiste el único que no celebro ayer. Hubieras visto como se pusieron algunos anoche.
—No me gustan las fiestas.
—Sí, sí, ya losé. Ven, desayuna con nosotros. Dormiste mucho, pero tienes una cara del asco. ¿Tuviste una pesadilla o algo así?
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Avatar: El Dragón Sin Llamas
LosoweEl viaje del Avatar Ang por terminar la guerra de los cien años, y restaurar el equilibrio del mundo es una muy bien sabida. Los desafíos que enfrentó, las amistades que forjó, y las perdidas que tuvo que superar, le dieron la fuerza necesaria para...