Jisung
«¿Es hoy un buen día para morir?».
Es lo que me pregunto por la mañana al despertarme. En clase, a tercera hora, cuando intento mantener los ojos abiertos mientras el profesor sigue con su explicación. En la mesa, a la hora de la cena, mientras engullo las judías verdes. De noche, mientras permanezco en vela en la cama porque mi cerebro no se desconecta por culpa de todo lo que tiene que pensar.
«¿Es hoy el día?».
«Y si no es hoy, ¿cuándo?».
Me lo pregunto también ahora que me encuentro en una estrecha cornisa a seis pisos de altura. Estoy tan arriba que prácticamente formo parte del cielo. Miro la acera y el mundo bascula. Cierro los ojos, disfruto de la sensación de las cosas girando. Quizá esta vez sí lo haga y deje que el aire se me lleve. Será como flotar en una piscina, dejarse arrastrar hasta que no haya nada.
No recuerdo cómo he subido hasta aquí. De hecho, no recuerdo prácticamente nada anterior al sábado, y nada que sea anterior a este invierno. Sucede siempre: la mente en blanco, el despertar.
Cualquiera pensaría que ya me he acostumbrado a eso, pero esta última vez ha sido peor si cabe, puesto que no he permanecido dormido un par de días, o una semana o dos, sino que he permanecido dormido durante todas las fiestas, es decir, Acción de Gracias, Navidad y Año Nuevo.
No sabría decir qué es lo que ha sido distinto esta vez, solo que cuando me desperté me sentí más muerto de lo habitual. Despierto, sí, pero completamente vacío.
Abro los ojos y el suelo sigue allá abajo, duro y permanente. Estoy en la torre que alberga la campana del instituto, en una cornisa de unos diez centímetros de ancho.
La torre es pequeña, con unos pocos metros de hormigón rodeando lo que es la campana en sí, y luego este muro pequeño que actúa a modo de barandilla y al que me he encaramado para llegar donde estoy. De vez en cuando golpeo una pierna contra él para recordarme que está ahí.
Tengo los brazos extendidos como si estuviera dando un sermón y toda la ciudad, no muy grande y aburrida, aburridísima, fuera mi congregación.
—¡Damas y caballeros! —grito—. ¡Les doy la bienvenida a mi muerte!
Grito al estilo de un predicador de la vieja escuela, sacudiendo espasmódicamente la cabeza y pronunciando las palabras de tal modo que vibren al final, y a punto estoy de perder el equilibrio. Me sujeto por detrás, pensando que es una suerte que nadie se dé cuenta de ello, ya que, afrontémoslo, aparentar que no tienes miedo cuando estás aferrado a la barandilla como un pollo al palo del gallinero resulta complicado.
—Yo, Han Jisung, sin estar en pleno poder de mis facultades mentales, lego la totalidad de mis pertenencias terrenales a Yang Jeongin, Kim Seungmin y a...nadie más, supongo. Todos los demás, pueden irse a la mierda.
A pesar de que ya ha sonado la campana, algunos de mis compañeros de clase siguen caminando por el patio. Uno de ellos levanta la vista en mi dirección, como si me hubiese oído, pero los demás no, bien porque no se han percatado de mi presencia, bien porque saben que estoy aquí y piensan: «Oh, bueno, no es más que Han Jisung el Friki gay».
De repente, gira la cabeza y señala al cielo. Al principio pienso que me señala a mí, pero es entonces cuando lo veo, a un chico. Está a escasos metros de mí, en el lado opuesto de la torre, también ha superado la barandilla para encaramarse a la cornisa, su cabello marrón oscuro se agita con la brisa.
Aunque estamos en Indiana y en enero, va descalzo, solo con medias, y veo que sujeta las botas en la mano y tiene la mirada fija en sus pies o en el suelo, es difícil adivinarlo. Está paralizado.
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El mundo nos destruye a todos | minsung
Ficção AdolescenteJisung está roto. Minho está roto. ¿Pueden dos mitades rotas reconstruirse? Esta es la historia de un chico que aprende a vivir de otro chico que pretende morir; de dos jóvenes que se encuentran y dejan de contar los días para empezar a vivirlos. [ᴀ...