El raro del campanario

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Minho

Viernes por la mañana. Despacho de la psicóloga de la escuela, que tiene unos ojos pequeños y bondadosos y una sonrisa excesivamente radiante para su cara. Según el certificado que cuelga de la pared, por encima de su cabeza, lleva en la escuela quince años. Esta es nuestra duodécima reunión.

El corazón me late aún a toda velocidad y me tiemblan las manos después de haber estado en esa cornisa. Me muero de frío y lo único que deseo es meterme en la cama. Espero que ella diga: «Sé lo que has estado haciendo durante la primera hora de clase, Lee Minho. Tus padres están de camino. Los médicos ya están aquí para acompañarte al centro de salud mental más próximo».

Pero empezamos como siempre.

—¿Qué tal estás, Minho?

—Bien, ¿y usted?

Me siento sobre mis manos.

—Bien. Pero hablemos de ti. Quiero saber cómo te sientes.

—Estoy bien.

Que no haya sacado el tema no quiere decir que no lo sepa. Casi nunca pregunta nada directamente.

—¿Qué tal duermes?

Las pesadillas empezaron un mes después del accidente. Me pregunta por ellas cada vez que voy a visitarla porque cometí el error de mencionárselas a mi madre, que luego se las comentó a ella. Es una de las principales razones por las que estoy aquí y por las que he dejado de contarle cosas a mi madre.

—Duermo bien.

—¿Alguna pesadilla?

—No.

Antes las escribía, pero ahora ya no. Soy capaz de recordar todos los detalles.

Como los de la que tuve hace cuatro semanas en la que me fundía, literalmente. En el sueño, mi padre me decía: «Has llegado al final, Minho. Has alcanzado el límite.

La mujer se mueve nerviosa en su asiento, la sonrisa inamovible. Me pregunto si sonreirá cuando duerme.

—Hablemos sobre la universidad.

El año pasado, por esta época, me encantaba hablar sobre la universidad. Mi hermana y yo lo hacíamos a veces cuando mamá y papá se iban a la cama. Nos sentábamos fuera, si el tiempo lo permitía, y dentro si hacía demasiado frío. Nos imaginábamos adónde iríamos y la gente que conoceríamos, muy lejos de Bartlett, Indiana, con una población de 14 983 habitantes, donde nos sentíamos como alienígenas de un planeta lejano.

—Has solicitado plaza en UCLA, Stanford, Berkeley, la Universidad de Florida, la Universidad de Buenos Aires, la Northern Caribbean University y la National University de Singapur. Una selección muy diversa, pero ¿por qué no aparece la NYU?

El programa de escritura creativa de la NYU ha sido mi sueño desde el verano previo a que cursara séptimo. Y todo fue a raíz de la visita que realicé a Nueva York con mi madre, que es profesora universitaria y escritora. Se graduó en la NYU, y durante tres semanas estuvimos los cuatro en la ciudad y conocimos a sus antiguos profesores y compañeros de clase: novelistas, dramaturgos, guionistas, poetas. Mi plan era solicitar plaza para entrar en octubre. Pero luego se produjo el accidente y cambié de idea.

—Se me pasó el plazo para enviar la solicitud.

Hoy hace una semana. Cumplimenté todo el papeleo, redacté incluso el trabajo que debía adjuntar, pero no envié nada.

—Hablemos sobre escribir. Hablemos sobre la página web.

Se refiere a la página que Maggie y yo pusimos en marcha cuando nos vinimos a Indiana. Queríamos crear una revista online que ofreciera dos perspectivas (muy) distintas sobre los los libros, la vida, ciencia y filosofía. El año pasado una amiga de Maggie y estrella de una webserie, nos mencionó en una entrevista y nuestro número de seguidores se triplicó. Pero no he vuelto a tocar la página desde que murió Maggie, ¿qué sentido tendría? Era una página de dos hermanos. Además, en el instante en que nos atravesó aquel guardarraíl, mis palabras murieron también.

El mundo nos destruye a todos | minsungDonde viven las historias. Descúbrelo ahora