Excursiones pendientes

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Minho

Milltown, con ochocientos quince habitantes, se asienta en la frontera con Kentucky. Tengo que pararme y preguntar cómo se llega a los árboles de los zapatos.

Una mujer me indica un lugar llamado Devils Hollow. La carretera asfaltada se acaba pronto y conduzco por un estrecho camino de tierra, mirando hacia arriba, que es lo que la mujer me ha dicho que tenía que hacer. Justo cuando empiezo a pensar que me he perdido, encuentro un cruce de cuatro caminos rodeado de bosques.

Paro el coche y bajo. A lo lejos se oyen niños gritando y riendo. Hay árboles en las cuatro esquinas, las ramas cargadas de zapatos. Centenares y centenares de zapatos. En su mayoría están atados a las ramas con lazos que los hacen parecer decoraciones navideñas de tamaño gigante. Me ha dicho la mujer que no sabe muy bien cómo empezó todo, ni quién colgó allí el primer par, pero que llega hasta aquí gente de todas partes con el único propósito de decorar los árboles. Corre el rumor de que Larry Bird, el jugador de baloncesto, dejó también un par.

La misión es muy sencilla: dejar allí un par de zapatos. He sacado de mi armario un par de zapatillas color beige y unas amarillas de Maggie. Echo la cabeza hacia atrás para ver y decidir dónde las pongo. Las colgaré juntas en el árbol en que empezó todo, el que está más cargado y que ha sido, además, víctima de un rayo en más de una ocasión (lo sé porque el tronco parece muerto y está ennegrecido).

Agarro un rotulador que llevo en el bolsillo y escribo «Maní Minho» y la fecha de hoy en el lateral de una de las zapatillas beige. Las cuelgo en una rama baja del primer árbol, puesto que me parece demasiado frágil para trepar por él. Tengo que saltar un poco para alcanzar la rama y los zapatos rebotan y se tambalean antes de quedar instalados.

Ya está. No hay nada más que ver. Ha sido un viaje largo para ver unos árboles cargados de zapatos viejos, pero me digo que no tengo que mirarlo bajo este punto de vista. Tiene que haber también alguna cosa mágica. Intento encontrarla, levantando la cabeza y protegiéndome los ojos del sol con la mano, y justo antes de subir de nuevo al coche, las veo: en la rama más alta del primer árbol, colgando aisladas. Un par de zapatillas de deporte con cordones fluorescentes, «HJ» escrito en negro en el lateral de las dos. Un paquete azul de American Spirit asoma en el interior de una de ellas.

«Estuvo aquí».

Miro a mi alrededor como si fuera a verlo ahora mismo, pero aquí solo estamos yo y los niños que ríen y gritan en las proximidades. ¿Cuándo vino? ¿Sería después de marcharse? ¿Sería antes?

Hay algo que me inquieta. «La rama más alta», pienso. Busco el teléfono pero me lo he dejado en el coche, de modo que recorro corriendo la escasa distancia que me separa de él, abro la puerta y lo busco por el asiento. Me siento, medio cuerpo dentro, medio fuera, y repaso los mensajes de Jisung. No tardo mucho en encontrarlo, puesto que los más recientes son pocos. «Estoy en la rama más alta». Miro la fecha. Una semana después de marcharse.

«Estuvo aquí».

Leo los demás mensajes: «Nuestros nombres están pintados», «Creo en los signos», «El resplandor de Lee», «Un lago. Una oración. Es tan encantador ser encantador en Privado».

Agarro el mapa, sigo con el dedo el recorrido hasta el siguiente lugar. Está a horas de distancia, al noroeste de Muncie. Miro la hora, pongo el motor en marcha y conduzco. Tengo la sensación de saber adónde voy, y espero que no sea demasiado tarde.

 Tengo la sensación de saber adónde voy, y espero que no sea demasiado tarde

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El mundo nos destruye a todos | minsungDonde viven las historias. Descúbrelo ahora