64 días despierto

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Jisung

[Capítulo largo]

El último domingo de las vacaciones de primavera vuelve a nevar y, durante una hora, todo se queda blanco. Paso la mañana con mi madre.


Por la tarde, Hyunjin y yo vamos a casa de mi padre. Nos sentamos repartidos por el salón mientras en la pantalla plana gigante que ha colgado en la pared dan un partido de hockey.
Mi padre alterna entre gritarle a la pantalla y escuchar lo que Hyunjin cuenta sobre Colorado. Nuestro hermanastro está sentado en las rodillas de mi padre, mirando el partido y masticando cada bocado cuarenta y cinco veces. Lo sé porque estoy tan aburrido que me he puesto a contar.

Cansado, me levanto y voy al baño con el objetivo de despejarme un poco la cabeza y enviarle un mensaje de texto a Minho, que hoy vuelve a casa. Me siento a la espera de que me responda y me entretengo abriendo y cerrando los grifos. Luego me levanto y me lavo las manos, la cara, husmeo el interior de los armarios. Tengo la mirada fija en el estante de la ducha cuando suena el teléfono.

Lee: ¡En casa! ¿Me escapo y voy?.

Yo: Todavía no. Estoy en el infierno, pero saldré de aquí en cuanto pueda.

Intercambiamos mensajes un rato y luego salgo al pasillo. Me encamino hacia el ruido y la gente y paso por delante de la habitación del más pequeño de la casa. Tiene la puerta entornada y está dentro. Lo llamo y gira la cabeza como una lechuza. Sus gigantescas gafas destellan en mi dirección y grazna:

—Pasa.

Entro en la que debe de ser la habitación más grande del planeta para un niño de siete años. Es tan cavernosa que me pregunto si necesitará un mapa para orientarse en ella, y está repleta de todos los juguetes imaginables, la mayoría de ellos a pilas.

—Vaya habitación tienes, pequeño —digo.

Intento que no me moleste, puesto que los celos son una sensación malvada y desagradable que no hace más que corroerte por dentro y yo no tengo ninguna necesidad de estar aquí, siendo como soy un chico de casi dieciocho años con un novio de lo más sexy —por mucho que no lo dejen verme más—, preocupándome porque mi hermanastro sea propietario de todos los Lego del mercado.

—Está bien.

Se pone a remover el contenido de un baúl que almacena —por mucho que cueste de creer— aún más juguetes, y entonces los veo: dos anticuados caballitos de juguete, olvidados en un rincón. Son mis caballos de palo, los que yo cabalgaba durante horas interminables cuando era más pequeño que él imaginándome ser Clint Eastwood en una de esas películas antiguas que veía mi padre en el televisor pequeño y sin pantalla plana que teníamos en casa. El mismo que, casualmente, seguimos teniendo y viendo.

—Son lindos esos caballos —digo.

Se llaman Medianoche y Explorador.
Gira la cabeza, parpadea dos veces y dice:

—Están bien.

—¿Cómo se llaman?

—No tienen nombre.

De pronto me entran ganas de agarrar los caballos, entrar en el salón y aporrear a mi padre en la cabeza con ellos. Luego deseo llevármelos a casa. Les prestaré atención a diario. Jugaría con ellos.

—¿De dónde los has sacado? —pregunto.

—Me los trajo mi padre.

«No tu padre —me gustaría decirle—. Mi padre. Dejemos las cosas claras a partir de ahora. Tú ya tienes un padre en alguna parte, y por mucho que el mío no sea estupendo, es el único que tengo».

El mundo nos destruye a todos | minsungDonde viven las historias. Descúbrelo ahora