Si, todavía sigo despierto

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Jisung

De camino hacia casa de Lee, pienso en voz alta en los epitafios (mensajes en las lápidas) de gente que conocemos: Giselle; Era tan superficial como el seco riachuelo que se bifurca del río Whitewater. Vernon; Mi plan consistió siempre en ser el cabrón más grande posible, y lo fui. El profesor de geografía; En mi próxima vida, quiero descansar, evitar los niños y tener un buen sueldo.

Hasta el momento, ha permanecido en silencio, pero sé que está escuchando, básicamente porque en el coche solo estamos él y yo.

—¿Qué diría el tuyo, Mingo?

—No lo sé muy bien —ladea la cabeza y mira por encima del salpicadero algún punto lejano, como si allí estuviera la respuesta —. ¿Y el tuyo?

Su voz suena remota, como si proviniera de otra parte.
No tengo ni que pensarlo.

Han Jisung, en busca del Gran Manifiesto.

Me mira con intención, y sé que está de nuevo completamente presente.

—No sé qué quiere decir.

—Quiere decir: La necesidad de ser, de querer ser importante y, si de morir se trata, morir con valentía, con clamor... Perdurar.

Se queda en silencio, como si estuviera reflexionando sobre lo que acabo de decir.

—¿Dónde estabas el viernes? ¿Por qué no fuiste a clase.

—A veces me da dolor de cabeza. Nada grave.

No es del todo mentira, puesto que los dolores de cabeza tienen alguna cosa que ver. Es como si mi cerebro se disparara a tanta velocidad que se le hace imposible mantener ese ritmo. Palabras. Colores. Sonidos. A veces todo se esfuma y lo único que queda es el sonido. Lo oigo todo, pero no solo lo oigo, sino que además lo percibo. Aunque también puede ser todo a la vez: los sonidos se transforman en luz, y la luz se vuelve demasiado intensa, y noto como si me partiera en dos, y entonces aparece el dolor de cabeza. Pero no se trata solo de que sienta dolor de cabeza, sino que además lo veo, como si estuviera compuesto por un millón de colores, todos ellos cegadores. Cuando en una ocasión intenté describírselo a Hyunjin, me dijo: «Eso puedes agradecérselo a nuestro padre. Tal vez no sería lo mismo si no hubiese utilizado tu cabeza a modo de saco de boxeo».

Pero no es eso. Me gusta pensar que los colores, los sonidos y las palabras no tienen nada que ver con él, que son solo míos y de mi cerebro parecido al de un dios, brillante, complicado, que zumba, tararea, se eleva, ruge, se zambulle y se hunde.

—¿Estás bien? —pregunta Lee.

Tiene el pelo alborotado, despeinado por el viento, las mejillas ruborizadas. Le guste o no, se lo ve feliz.

Lo miro prolongadamente. Conozco lo suficientemente bien la vida como para saber que no puedes contar con que las cosas permanezcan intactas e inmóviles, por mucho que te gustaría que así fuera. No puedes evitar que la gente muera. No puedes evitar que se marche. Ni siquiera uno mismo puede evitar marcharse. Me conozco lo suficientemente bien como para saber que nadie puede mantenerme despierto o impedirme dormir. Eso también lo llevo dentro.

Pero Dios, este chico me gusta.

—Sí —digo —. Creo que sí.

En casa, miro el contestador del teléfono fijo, el que todos miramos cuando nos acordamos, y veo que hay un mensaje de mi tutor. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda.

Llamó el viernes porque no me presenté a la sesión de tutoría y quería saber dónde demonios me había metido, sobre todo porque, por lo visto, ha leído el Bartlett Dirt y sabe, o cree saber, lo que hacía yo allá arriba en la cornisa. En el lado positivo, informaba de que había superado con éxito la prueba de drogas. Borro el mensaje y tomo mentalmente nota de llegar temprano el lunes, aunque sea a modo de compensación.

El mundo nos destruye a todos | minsungDonde viven las historias. Descúbrelo ahora