Señor

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Candy encontró un documento oficial en su casillero, era George, informándola de que el Tío abuelo William había aceptado su viaje a Escocía para las vacaciones. Estaba contemplándolo sorprendida, preguntándose qué lo habría hecho cambiar de idea de ir a EEUU, cuando Terry apareció a su espalda.
—¿Estás lista?
Ella lo saludó con una sonrisa, mientras guardaba el documento en su cartera, que había arreglado lo mejor que había podido. Salieron sigilosamente del edificio y echaron a andar por la calle en dirección a la dulcería que estaba a media manzana de allí.
—Quiero que me cuentes qué tal te fue con Grey, pero antes tengo que decirte una cosa —dijo él, muy serio.
Candy lo miró con ansiedad.
—No tengas miedo, Pecas. No te va a doler —la tranquilizó, dándole unas palmaditas en el brazo.

—Sé lo que pasó con la tortuga.

Ella cerró los ojos y maldijo en silencio.
—Terry, lo siento mucho. Iba a contarte que metí la pata, pero luego se me pasó. No le dije que la habías escondido tú.
Él la agarró del brazo para interrumpirla.
—Lo sé. Se lo dije yo.
Candy lo miró, sorprendida.
—¿Por qué lo hiciste?
Mientras se hundía en las profundidades de los grandes ojos verdes de la pecosa, Terry se convenció de que haría cualquier cosa por impedir que nadie le hiciera daño. Incluso si eso le costaba su reputación de asocial.
—La hermana Mery me contó que Grey te había mandado llamar y pensé que querría echarte la bronca. Encontré la nota en la pila de papeles que me dejó preparada —dijo, encogiéndose de hombros—. Son los riesgos de trabajar como ayudante de un duque.
Le tiró del brazo para animarla a seguir andando, pero esperó a continuar la conversación hasta después de invitarla unos caramelos con leche y vainilla. Cuando Candy acabó de acomodarse como un gato en un sofá de terciopelo y Terry se hubo convencido de que estaba cómoda y calentita, se volvió hacia ella con expresión comprensiva.
—Sé que fue un accidente. Estabas tan nerviosa por Patty... Debí acompañarte hasta la puerta. Sinceramente, Candy, nunca la había visto actuar como ese día. A veces puede darse aires de superioridad o ser un poco susceptible, pero nunca se había comportado con tanta agresividad con una alumna. Fue incómodo para todos los que estábamos allí.
Ella bebió un sorbo de su café con leche y lo dejó hablar.
—Cuando encontré la nota entre los papeles, supe que iba a arrancarte la cabeza. Pregunté a qué hora tenías la entrevista con ella y concerté cita antes. Le confesé que lo había encontrado yo y traté de hacerle creer que había dicho también tu parte, pero eso ya no se lo creyó.

—¿Hiciste todo eso por mí?

Terry sonrió y flexionó los brazos en broma.
—Trataba de ser tu escudo humano. Pensé que si se desahogaba conmigo, ya no le quedarían ganas de gritarte a ti. —La miró fijamente—. Pero no funcionó, ¿verdad?
Ella lo miró con agradecimiento.
—Nadie había hecho algo así por mí. Te debo una.
—No tiene importancia. Ojalá hubiera descargado su mal humor conmigo. ¿Qué te dijo?
Candy fingió estar muy interesada en la taza y no haber oído la pregunta.
—Vaya. ¿Tan mal fue? —preguntó Terry, frotándose la barbilla—. Bueno, al menos ahora parece que ya se le haya olvidado. Durante el último ensayo ha estado tranquila.
A Candy se le escapó la risa.
—Sí, aunque no me ha dejado abrir la boca, ni siquiera cuando levantaba la mano. Estaba demasiado ocupada dejando que Elisa respondiera a todas las preguntas.
Terry la miró con curiosidad.
—No te preocupes por ella. Tiene problemas  por un asunto relacionado con su baile.

No le gusta cómo lo está enfocando. Patty mismo me lo dijo.
—Eso es horrible. ¿Lo sabias?
Terry se encogió de hombros. Debería saberlo, pero ¿quién sabe? Estaba tan obcecada en seducirlo, que su trabajo se está resintiendo. Es una acosadora— pensó.
Candy tomó nota de esa información y la guardó en su memoria para usarla cuando la necesitara. Se echó hacia atrás en el sillón, se relajó y disfrutó del resto de la tarde con Terry, que estuvo encantador, amable y consiguió que se alegrara de haberse escapado. A las cinco en punto, el estómago empezó a hacerle ruido y ella se lo agarró con ambas manos, avergonzada.
Terry se echó a reír. Candy era un encanto de criatura. Hasta cuando le sonaba el estómago era graciosa.
—¿Te gusta la comida tailandesa?Hay un tailandés genial en esta misma calle. Está a varias manzanas de aquí, así que habrá que caminar un poco, pero la comida es francamente buena. Si no tienes otros planes, deja que te invite.
Sólo se le notaba que estaba nervioso por el modo de mover el pie. Al mirarlo a los ojos, cálidos y oscuros, Candy pensó que la amabilidad era mucho más importante en la vida que la pasión y aceptó su invitación sin pensarlo más.
Él sonrió encantado y, levantando la cartera de ella del suelo, se la colgó del hombro sin ningún esfuerzo.
—Esta carga es demasiado pesada para ti —le dijo, mirándola a los ojos y eligiendo cada palabra cuidadosamente—. Deja que yo la lleve un rato.
Candy sonrió mirando al suelo y lo siguió fuera.

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Albert volvía a casa andando. Era un paseo, para cuando hacía mal tiempo o cuando iba a salir después del zoológico, prefería llevar el coche.
Mientras caminaba, pensaba en la conferencia que iba a dar en la universidad sobre la lujuria en la obra de Dante. La lujuria era un pecado sobre el que reflexionaba a menudo y con mucho placer. De hecho, pensar en ese apetito y en las mil maneras de satisfacerlo era muy tentador.
En ese momento la vio. Se detuvo para mirar a la belleza de rizos rubios que caminaba por la otra acera.
«Calamity Candice».
Pero no estaba sola. El chico de la última noche de juerga caminaba a su lado, llevando su abominación de cartera. Charlaban y reían y se los veía muy cómodos. Y, lo que era peor, iban peligrosamente juntos.
«¿Así que le llevas la cartera? Muy adolescente por tu parte, Terius».
Se fijó en que las manos de la pareja se rozaban al caminar y que su contacto provocaba una sonrisa en Candy. Él gruñó al verlo, mostrando los dientes.
«¿Qué demonios ha sido eso?», se preguntó.
Se detuvo un momento para calmarse y reflexionar. A poyándose en el escaparate de una tienda de Coco Chanel, trató de poner en orden sus ideas. Era un ser racional. Llevaba ropa que cubría su desnudez, conducía un coche y comía con servilleta, cuchillo y tenedor. Tenía una posición que requería habilidad y agudeza intelectual. Controlaba sus instintos sexuales mediantes varios sistemas, todos ellos civilizados, y nunca se acostaría con una niña en contra de la voluntad de ésta.
Sin embargo, al ver a Candy con Terius, se había dado cuenta de que también era un animal. Un ser primitivo. Salvaje. Su instinto le había gritado que se acercara a ellos, la arrancara de los brazos de Terius y se la llevara a rastras. Quería besarla hasta dejarla sin sentido, desplazar los labios hasta su cuello y reclamarla como su única pareja.
«¿Qué estoy pensando?».
Se asustó ante el rumbo que estaban tomando sus pensamientos. Aparte de en un idiota y un engreído pomposo, se estaba convirtiendo en un neandertal. Ya sólo le faltaba apoyarse en los nudillos para caminar y empezar a jadear. ¿Qué mosca le había picado? No tenía ningún derecho a sentirse el dueño de una jovencita y que, por cierto, lo veía anciano. Ah y que además era su hija adoptiva.
Tenía que irse a casa, tumbarse y respirar hondo hasta calmarse de una jodida vez. Luego iba a necesitar algo más fuerte. Mientras seguía caminando, alejándose en contra de su voluntad de la joven pareja recordó que esa misma noche tenía una cita con ella.
¡Me lleva el diablo!

BertDonde viven las historias. Descúbrelo ahora