Eran las diez y algunos minutos, no muchos, ya que tardaba alrededor de veinte minutos en llegar a casa desde el hospital. Todavía no eran las 10:30, hora en la que Terry la llevaba y traía para después irse a su casa. Ésa era una norma que se cumplía exactamente, un acuerdo entre ellos. Para que Terry pudiera recogerla tenía que estar en la mansión a las 10.30, a más tardar. Y siempre lo hacía, de modo que tenían que ser entre las 10:00 y las 10:30. Era miércoles, 28 de octubre. Al día siguiente tendría que volver a la escuela para enfermeras, y sería un día igual a todos los otros. Estudiaba dos veces por semana y los demás trabajaba en horario completo.
El ahora confuso, nervioso Terry, siempre preocupado por no saber muy bien en qué se estaba metiendo al mantener esa relación con ella. —Pobre Terry, —se dijo Candy y se perdió en una serie de pensamientos, contradictorios.
Se quitó la ropa, se puso una bata y fue a la ventana. Después, cerró las dos ventanas del baño y comprobó que estaban puestos los cerrojos de las persianas. Era una precaución necesaria debido al viento; si no se aseguraban bien, daban golpes toda la noche.
Sacó algunas horquillas y el pelo cayó hasta la media espalda. Candy se miró al espejo. Sabía que era hermosa. Rizos rubios, tez blanca, suave y delicada. Su rasgo más bello eran los ojos, muy verdes y expresivos. Terry solía decir que sus ojos brillaban de puro coloridos que eran. Se peinó. La luz le llegaba por detrás de la cabeza, y parecía tener un halo que iluminaba hasta los hombros, destacando las solapas oscuras de su bata.
Estaba desnuda bajo la bata. Tenía un cuerpo frágil y suave, de huesos pequeños. Miró sus pequeños senos, las caderas estrechas, contemplándose como sabía que lo hacían los hombres. Había pasado un mes desde que se cumplió el primer año, las únicas arrugas estaban alrededor de los ojos, y parecían el producto de la falta de sueño más que de los años. Aún así; Se sentía satisfecha de su apariencia.
No había cerrado la puerta del vestidor. Dentro podían verse los zapatos, perfectamente ordenados. Mientras buscaba las zapatillas decidió ducharse. Era imposible que alguien pudiera meterse dentro, una especie de cuarto construido en la pared.
La casa estaba silenciosa, parecía que el mundo entero dormía. Pero esto no se le ocurrió pensarlo hasta después que sucedió todo.
Se cepillaba el pelo, y al segundo siguiente se encontraba en la cama, viendo luces de todos colores. El golpe, dado con la fuerza de una embestida, la arrojó sobre el lecho, en el otro extremo de la habitación. Aturdida, se dio cuenta de que le cubrían la cabeza con los almohadones, presionándolos contra su cara.
Aterrada, intentó respirar. La presión de los almohadones era cada vez mayor, la presión era terrible, la obligaba a hundir la cabeza en el colchón. En la oscuridad, Candy pensó que estaba a punto de morir.
Un gesto instintivo la hizo aferrar el almohadón, intentar alzarlo y mover la cabeza de un lado para otro. Ese segundo de lucha le pareció una eternidad. Demasiado breve para alcanzar a darle tiempo de pensar, tuvo, sin embargo, la sensación de que hacía un siglo que se estaba defendiendo. Peleaba por su vida. Vio desfilar luces amarillas detrás de los párpados. El almohadón le cubría todo el rostro, los ojos, la boca y la nariz, y sus desfallecientes brazos no lograban quitárselo de encima. Su pecho estaba a punto de estallar.
Debió haber estado debatiéndose con el cuerpo, porque se lo sujetaron con fuerza.
Candy estaba a punto de asfixiarse cuando sintió las inmensas manos sobre su cuerpo bajando desde los senos a las rodillas, recorriendo sus piernas, los muslos, que fueron separados, obligados a abrirse cada vez más. Entonces comprendió en un instante lo que le estaba ocurriendo, y desde las brumas de su inconsciencia surgió una nueva energía. Se llenó de una fuerza salvaje retorciéndose y ateando. Agitó los brazos y cuando se retorció de nuevo para volver a patear, dispuesta a matar si era necesario, un horrible pinchazo le recorrió la columna vertebral, dejándola impotente. Separaron sus piernas, que quedaron abiertas sobre la cama, y el mástil, el duro y áspero poste la traspasó, abriéndose camino, distendiéndola, forzándola hasta que no hubo ya más que una llamarada de dolor. Candy sintió que la destrozaban por dentro. Cada arremetida parecía quebrarla entera. La cosa que tenía dentro era la más cruel de las herramientas de tortura, y le provocaba una agónica desesperación. Se hundió en ella más y más. Tenía todo el cuerpo hundido en el colchón, sepultada por el peso de un espolón que la estaba desollando y unas enormes manos que la estrujaban completamente. Candy movió la cabeza y su nariz recibió un poco de oxígeno, respiró por un costado del almohadón.
Se escuchó un grito. Era alguien que gritaba. Y el almohadón volvió a hundirse contra su cara. Podía sentir la mano que lo presionaba, una mano inmensa con dedos que apretaban sobre sus senos, cintura y vientre.
Candy se hundió en la oscuridad. No había alcanzado a ver nada, apenas a vislumbrar el vago color de la pared por entre el chisporroteo de luces que danzaban ante sus ojos, antes de que el almohadón volviera a cubrirle la cabeza. Desfalleció. Candy se sentía morir. Pronto estaría muerta. La oscuridad se hacía más densa, el dolor de ser traspasada la atenazaba inexorable. ¿Aún estaba viva?
Vio luz. Era la lámpara del techo. Tenía los ojos desorbitados. Candy se enderezó de un salto, bañada en sudor, y miró la ventana con ojos vidriosos.
—¿Quien...?
Candy tomó la sábana para cubrir con ella su cuerpo maltrecho. Gemía, se quejaba, sin saber muy bien por qué. Sentía un fortísimo dolor en el pecho y ante sus ojos parecían bailar círculos y estrellas.
—Hay...
Necesitaba controlar la situación, Tuvo conciencia del dolor en su sexo, que subía por los muslos y llegaba, incluso, hasta el abdomen. Parecía estar destrozada por dentro.
Intentó controlar sus estremecimientos. Se sentía perpleja, con el cuerpo dolorido como si la hubieran golpeado. Había una gran calma en toda la casa.
—Dios mío...
—Era una pesadilla. Una pesadilla espantosa.
Candy recuperó la lucidez. Parecía salir de un sueño, después de todo. Era un despertar, una escapada del infierno.
—Santo Dios... —murmuró.
Miró la hora. Las 11:30. Un poco menos. Tal vez se había quedado dormida. Pero. ¿Qué había ocurrido? Intentó sentarse en el borde de la cama. No pudo, pues le dolía todo el cuerpo. Candy buscó la bata que no era más que un montón negro y arrugado en el suelo. Ni siquiera estaba cerca de la silla donde siempre solía dejarla.
—Ánimo —se dijo.
Se puso la bata y se sentó en el borde del lecho. Estaba exhausta. Se miró los brazos. Tenía verdugones alrededor de los codos y le dolía el dedo meñique, que se había torcido luchando. ¿Luchando? ¿Contra quién?
Se alzó. Apenas podía caminar. Se sentía desmembrada. Y durante la fracción de un segundo experimentó la extraña sensación de no saber si estaba dormida o despierta. Pasó pronto. Se palpó el sexo, que estaba ligeramente húmedo. No había sangre ni rastros de... no, nada. Envolviéndose en la bata salió del dormitorio. Sintió, por primera vez en su vida, que la cama era algo monstruoso, un instrumento de tortura. Cerró la puerta.
Candy no tenía la menor duda de haber sido violada. Pero, ¿Por quien?
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Bert
FanfictionEl accidente del tren en Italia tuvo su consecuencia... Y ahora está con Candy. Sin amnesia.