Acababa de tener una pesadilla. Bueno, una pesadilla no. La pesadilla. La que tenía tantas veces últimamente. La de la oscuridad y el viento y los gritos. La pesadilla en la que unas manos se escapaban de las suyas por muy fuerte que las sujetara. La que acababa siempre con...
«Vete», susurraba Albert a la oscuridad de la habitación en el intento de que la pesadilla retrocediera, de que no lo siguiera al mundo del despertar. «Vete de una vez».
Miró el reloj que su tio había colocado en la mesilla. Las 03:00. Muy tarde.
No le había contado a nadie lo de la pesadilla. A su tío, por razones obvias, pero tampoco a George cuando hablaban por teléfono cada dos semanas, lo único en lo que podía pensar era en George, ¿Cuando había llegado?. ¿Dónde había encontrado su destino final? ¿En el dormitorio de invitados? ¿En las dependencias de los sirvientes? ¿O había desaparecido afuera, para ser desollado vivo en los oscuros rincones del siniestro bosque?
Ha entrado observando las paredes, los suelos y los muebles en busca de sangre. Al subir las escaleras de piedra, he imaginado la cabeza de George, cayendo por esa larga extensión para toparse conmigo.
«Es un Ente, ¿verdad? ¿Uno de los hombres con cabeza de chivo?».
Llegó a su memoria la frase que George le escribió una tarde en lakewood, la tarde cuando descubrió la leyenda del pacto de sangre Ardlay y por la cual se había emborrachado durante semanas...
Pesadillas...
La pesadilla donde devoraba a Candy en medio del bosque repleto de árboles de manzano...
Lo que sucedía en la pesadilla no tenía por qué saberlo nadie.
Albert miró adormilado su habitación y frunció el ceño. Algo se le estaba escapando. Se sentó en la cama, un poco más despierto. La pesadilla lo iba soltando, pero había algo que no podía precisar, algo diferente, algo...
Aguzó el oído intentando desentrañar el silencio, pero solo oyó los ruidos del castillo en calma; de vez en cuando el crujido de algún mueble en el desierto piso de abajo, o el roce de las mantas en la habitación.
Nada.
Y luego algo. Aquello que lo había despertado.
Alguien decía su nombre.
—William.
Sintió una oleada de pánico, se le encogieron las tripas. ¿Lo había seguido? ¿Había conseguido salir de la pesadilla y...? «No seas idiota —se dijo—. Eres mayor para creer en entes».
Y lo era. Los entes eran cosa de bebés. Los entes eran cosa de niños que se hacían pis en la cama. Los entes eran...
—William.
Allí estaba otra vez. Albert tragó saliva. Era un octubre inusitadamente cálido y la ventana estaba abierta. Tal vez el roce de las cortinas movidas por la brisa sonara igual que...
—William.
No, no era el viento. Era una voz, pero no una voz conocida. No era la de su tío, eso seguro. No era para nada una voz de mujer, y por un instante se preguntó si su padre no habría hecho un viaje desde el más allá y...
—William.
No. Su padre no. Esa voz tenía un sonido muy peculiar, un sonido monstruoso, salvaje e indómito.
Entonces oyó fuera un crujido, como si un ser gigantesco caminara por un suelo de madera.
No quería levantarse a mirar. Y, a la vez, una parte de él lo deseaba más que nada en el mundo.
Se zafó de las mantas, se levantó de la cama y fue hasta la ventana. A la pálida luz de la luna vio claramente la torre de la iglesia en la pequeña colina que había detrás del castillo, allí donde las vías del tren trazaban una curva, dos líneas metálicas que lanzaban un pálido resplandor en mitad de la noche. La luna también brillaba sobre el cementerio adosado a la iglesia, lleno de lápidas que apenas se podían leer.
Albert vio también el enorme tejo que crecía en el centro del cementerio, un árbol tan viejo que parecía hecho de la misma piedra que la iglesia. Sabía que era un tejo porque se lo había dicho su padre; primero de pequeño, para que no se comiera las bayas, que eran venenosas; y luego otra vez el año anterior, cuando el mismo se dijo: «Sabes que eso es un tejo, ¿verdad?».
Y entonces oyó de nuevo su nombre.
—William.
Como si se lo dijeran muy bajito a los dos oídos a la vez.
—¿Qué? —dijo, con el corazón dándole saltos en el pecho, impaciente de pronto por ver qué sucedía.
Una nube ocultó la luna, dejó el paisaje en tinieblas, y se oyó el susurro del viento que descendía a toda velocidad por la colina, se metía en su cuarto y mecía las cortinas. Sonó otra vez el crujido seco de la madera, como el gemido de un ser vivo, como el estómago hambriento del mundo pidiendo a gritos su comida.
Entonces pasó la nube, y volvió a brillar la luna.
Sobre el tejo.
Que ahora estaba plantado en medio de su jardín.
Y ahí estaba.
Mientras Albert lo miraba, las ramas más altas del árbol se juntaron hasta tomar la forma de una cara enorme y terrorífica, con un destello del que surgió una boca, una nariz y hasta unos ojos que lo miraban fijamente. Otras ramas se enredaron unas con otras, sin parar de crujir, sin parar de gemir hasta formar dos largos brazos y una segunda pierna apoyada junto al tronco principal. Surgió entonces una cabeza de chivo con un miembro que caía hasta más allá de media pierna.
Más alto ya que la ventana, el monstruo crecía a lo ancho e iba dando forma a una figura imponente, la figura de algo que parecía fuerte, que parecía poderoso. Miraba fijamente a Albert, que oía el rugido uracanado de la respiración que salía por su boca. El monstruo apoyó las gigantescas manos a ambos lados de la ventana, agachó la cabeza hasta que sus enormes ojos ocuparon todo el marco, y clavó en Albert una mirada fulminante. El castillo gimió quedamente bajo el peso del monstruo.
Y entonces el monstruo habló.
—William Ardlay —dijo, y una ráfaga enorme de aquella cálida respiración que olía a hojas descompuestas entró por la ventana de Albert echándole el cabello de Albert hacia atrás.
La voz del monstruo retumbaba, sonaba alta y baja a la vez, con una vibración tan honda que Albert la sentía dentro del pecho.
—Es tu turno William Ardlay.
«Un monstruo», pensó Albert. Un monstruo tan real como la vida misma. En la vida real, despierto. No en un sueño, sino allí, en su ventana.
Que venía a por él.
Pero no salió corriendo. Ha cerrado los ojos y se los ha cubierto con las manos, incapaz de hablar.
Ante el roce de una mano en mi manga, primero ha mirado hacia la silla y luego hacia arriba, atemorizado... para finalmente ver los oscuros ojos verdes de Candy. Durante unos breves segundos, cuando he abierto los ojos me ha parecido ver en sus labios la misma sonrisita que tenía en su niñez. Al parpadear me he dado cuenta de que mi tío se encontraba a mi lado, su gesto era sereno y con una expresión de absoluta preocupación, absolutamente tranquilizadora.
—William—ha dicho con una voz arrulladora—, he cometido un error al seguir hablando del tema. Sin duda, estás demasiado angustiado como para responder preguntas sobre este asunto ahora mismo. No tenemos por qué hablar de ello en este momento.
Me he echado hacia delante en el borde de mi sillón, incapaz de entender el porqué de su actitud calmada tras tan horripilante revelación, incapaz de entender nada excepto que me encontraba al borde de la locura, y sabiendo que un poco más sería suficiente para hacerme caer por ese precipicio.
—¡No puedo quedarme! ¿No lo comprendes, tío? Alguien...
—Deberías descansar William, toma, lee un poco, quizás así logres recuperar tu salud por completo.—dijo mientras me entregaba un libro. Gire la cabeza a la ventana. No había nadie más que la luz del amanecer entrando despacio entre las cortinas. ¿Acaso había pasado tres horas imaginando cosas?
La muerte de George quizás me había afectado mucho más de lo que podía esperar, y pensando en él, dejé el libro que tío me había entregado y tomé en vez, el diario de Candy...
Y lo comencé a leer:
<<Ella le dio las gracias y se quedó inmóvil. Él se volvió hacia la caja de cervezas medio vacía que tenía a la espalda, cogió una botella y se la ofreció.>>
<<-El hijo pródigo. O un demonio, tal vez. El demonio Bert-dijo, riendo amargamente antes de acabarse la nueva cerveza de un trago y abrir otra.
—Tu familia estarían muy contentos de que volvieras a casa...
—No tengo madre. Y tal vez desde el cielo te invitase porque sabía que necesitaba a un ángel de rizos rubios que velara por mí>>
<<-Eres Beatriz.
-¿Beatriz?
-La Beatriz de Dante. Ella se ruborizó.
-No sé quién es.
Albert se echó a reír y Candy sintió su cálido aliento en la mejilla antes de que le acariciara la oreja con la nariz.
-¿No te han contado eso? ¿No te han dicho que se está escribiendo un libro sobre Dante y Beatriz?
Al ver que no respondía, la besó suavemente en la cabeza.
—Dante era un poeta y Beatriz era su musa. La conoció cuando ella era muy joven y la amó a distancia toda la vida. Beatriz fue su guía en el Paraíso.>>
<<El beso no fue lo que Candy esperaba. Se había imaginado que sería un beso descuidado, algo violento. Se había imaginado que sus besos serían desesperados, urgentes, que sus dedos buscarían partes de su cuerpo que no estaba lista para dejarle tocar. Pero su príncipe dejó las manos donde las tenía, una acariciándole la parte baja de la espalda y la otra la mejilla. Fue un beso tierno y dulce, el tipo de beso que Candy se imaginaba que un amante le daría a su amada después de una larga ausencia.>>
<<—Pues me alegro de ser el primero. —Cambió de postura para que le apoyara la cabeza en el pecho, cerca del corazón. Su delicado cuerpo encajaba a la perfección a su lado-. Como la costilla de Adán -murmuró Albert contra su pelo.
-¿Tienes que marcharte? —susurró Candy, acariciándole el pecho con dedos vacilantes.
-Sí, pero no esta noche.
-¿Volverás? -Su voz era casi un gemido.
Él suspiró profundamente.
-Mañana seré expulsado del Paraíso. Nuestra única esperanza es que tú me encuentres. Búscame en el Infierno.>>Albert no podía respirar, la imagen de Candy tirada debajo de su cuerpo, con el fondo del tartán cubriéndolos y sus manos recorriendo sus piernas en un beso enloquecedoramente salvaje, se clavó en sus neuronas.
Dió un paso hacia atrás y un telegrama voló desde el velador de su habitación hasta sus piernas. Lo tomó aún con la respiración entrecortada por la impresión de ver la imagen del cuerpo de Candy entre sus brazos."William. Candy escapó del colegio. Barco America. Chicago ultima ubicación. Estoy camino a África, tu vida peligra. Instrucciones en paquete. George"
—America... Chicago.
Albert Tomó una cartera con suficiente dinero, su identificación, el paquete que George le envió y sin mirar atrás ni despedirse de nadie. Abordó el viaje de regreso a America.
No obstante al tomar el tren de Italia que lo llevaría al puerto, una bomba estalló en las vías.
Varios cuerpos fueron encontrados decapitados o en partes y entre ellos... con la cabeza reventada por la parte de atrás, el cuerpo inerte de William Albert Ardlay junto a su documentación y unas últimas palabras escritas en gaélico antiguo.<<Dios, en quien no tengo fe, ¡ayúdame! No creo en ti... no creía en ti, pero si he de aceptar el infinito mal en que me he convertido, entonces rezo porque el bien infinito exista también y que se apiade de lo que queda de mi alma.
Soy un ente. Sangre de inocentes mancha mis manos por mis antepasados y ahora aguardo para matar a los hijos que engendre...>>
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Bert
FanfictionEl accidente del tren en Italia tuvo su consecuencia... Y ahora está con Candy. Sin amnesia.