Bert 3

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He leído los documentos de George...
Me he encerrado en el despacho de mi tío abuelo William; su revólver está sobre la mesa, cerca de mi mano derecha. En media hora bajaré y acompañaré a Sitaani Ardlay y a su sobrina Zsuzsanna al cobijo de la mansión. Hasta entonces, debo hacer algo para aplacar mis nervios y evitar pensar en la cabeza seccionada de George y en el modo en que encontró su destino... de manos de Laszlo... ¿o de Sitaani?
  Y por ello escribo, con el material que encontré en el escritorio de tío.
—¡Que Dios nos ayude!
  Cuando he visto a Sitaani y a los invitados pasar por delante de la mansión, me he puesto la chaqueta, he cogido la pistola y me he dirigido inmediatamente a los establos, donde he enganchado los caballos a la calesa. Hemos ido con mi hermano Archie a toda velocidad hasta el ala norte y, mientras subíamos la cresta de la pendiente, a unos quince metros de distancia, he podido ver que el carruaje ya había sido descargado y que el mozo de la cuadra había llevado los caballos al establo.
Me he detenido delante del patio y he amarrado los caballos al poste delantero, no hacía ninguna falta desengancharlos de la calesa porque no estaría allí mucho tiempo.
La puerta tenía el pestillo echado, de modo que he llamado y he esperado, caminando de un lado a otro con impaciencia hasta que Doroty ha respondido.
—¿Dónde están los invitados? —he preguntado.
Ella ha enarcado las cejas y ha abierto los ojos de par en par ante mi agitado modo de hablar.
—Arriba, por supuesto, señor Alistair. Doris  les ha preparado un baño; están muy cansados y llenos de polvo.
La he apartado para pasar y he subido las escaleras directamente hacia la habitación de invitados donde había sido instalado. La puerta ya estaba cerrada y cuando he llamado, han tardado tanto en responder que en un principio he pensado que Doris se había llevado a los invitados a otra parte.
Pero entonces he oído el chapoteo del agua y, muy ligera y amortiguada, la risa de una mujer. Después la voz de un hombre que gritaba en alemán.
—Márchese.
—Soy miembro de la familia Ardlay—le he respondido en el mismo idioma—, y debo hablar con ustedes de inmediato.
—¿Quién? —Su tono alto e indignado revelaba que había oído el apellido, pero que no lo reconocía.
Me he sonrojado al recordar que Sitaani firmaba su correspondencia con los invitados con una actitud algo burlesca.
—Soy Alistair C. Ardlay —he gritado y, cuando a eso le ha seguido un silencio expectante, he añadido—: Lamento molestarles, pero es urgente.
—Un momento —ha respondido con la voz de un joven.
He esperado pacientemente ese instante que se me ha pedido (y que en realidad han sido varios) mientras desde el otro lado de la puerta cerrada oía unos suaves sonidos de conversación, de movimiento acompañado por más chapoteos y después el ruido de la puerta que daba al dormitorio cerrarse.
Por fin he oído unos pasos y la puerta se ha abierto hasta la mitad para dejar ver a un joven bien afeitado, con anteojos y un pelo dorado y rizado, húmedo y alborotado. Fácilmente podría no tener más de veinte años, con una cara apuesta y bien formada y He hecho todo lo que he podido por no mostrar que me había dado cuenta de que solamente estaba asomando la parte superior de su cuerpo, cubierta por un húmedo batín de seda que se pegaba a su piel, para ocultarse de cintura para abajo.
—¿Herr Sitaani ? —he preguntado educadamente recuperando de mi memoria el nombre que el mismo había dictado en la carta.
—¿Ja? —Se ha esforzado por no perder la educación, pero no ha logrado del todo ocultar el hecho de que estaba ansioso por librarse de mí; no soltaba la mano del pomo de la puerta esperando poder librarse de mi pronto.
—Soy Alistair... —he vacilado—. Ardlay, sobrino del difunto patriarca William Albert Ardlay y actual patriarca. Siento perturbar su intimidad y la de su esposa —he dicho, haciendo que el joven se sonrojara considerablemente—, pero ha habido un error. Nuestro cochero no debería haberles traído al ala norte, sino a la mansión, donde hay una habitación preparada para ustedes. Les llevaré ahora.
  —¡Pero la habitación que tenemos aquí es perfecta! —ha exclamado herr Sitaani —. ¡Es estupenda! Y además... ¿difunto?—Me ha mirado con cierta desconfianza—. Su tío nos había dejado una nota dándonos la bienvenida. ¿Por qué deberíamos irnos?
  He intentado buscar una razón convincente que no fuera la verdad.
  —Sí, bueno... ¿No recibieron mi carta en Bistritz? ¿En la que les advertía de la enfermedad que se ha extendido por el ala norte?
  Ha abierto más los ojos, ligeramente, y ha dado un paso atrás, alejándose de mí, de la puerta.
  —¡Vaya! No... Sólo la carta de su tío en la que nos explicaba cuándo nos recogería la diligencia. La carta que yo creía haber arrojado al fuego.
  —¡Ah! —he respondido con solemnidad—. No ha debido de llegar a tiempo. Aunque, por supuesto, no es nada demasiado grave. —Y ante esto, ha estrechado los ojos y ha retrocedido medio paso más de la puerta—. Pero creímos que sería más seguro instalarles en la mansión hasta que el ala esté libre de enfermedad.
  —¿Qué enfermedad es? —ha insistido herr Sitaani, pero le he respondido que era mejor discutir esos detalles una vez estuviéramos en la mansión.
  En ese momento herr Sitaani se ha mostrado sumamente razonable, aunque sí que me ha pedido algo de tiempo. «Treinta minutos, ni uno más».

BertDonde viven las historias. Descúbrelo ahora