Cuando he entrado, he visto las imágenes favoritas de mi niñez: Stephen, el mártir, al que siempre identifiqué con mi padre, la calamitosa caída de Lucifer del cielo y el inquebrantable San Jorge dando muerte al siempre hambriento dragón.
La edificación ya no hace las funciones ni de mausoleo ni de iglesia, sino de un lugar en el que los miembros de la familia pueden encontrar un rincón para la soledad y la reflexión, y en efecto, aún posee un aura casi espiritual que produce una sensación de profundo respeto y calma. Padre había pasado horas allí en los penosos días que siguieron a la muerte de mi madre.
Hemos ido hacia el centro desde la parte trasera, donde unas placas grabadas en oro marcan dónde descansan nuestros ancestros en criptas construidas dentro del muro. Tantas generaciones de Ardlay yacen allí que la capilla ya no puede albergar más; un siglo y medio antes se tuvo que construir un nuevo lugar de enterramiento entre la casa y el castillo. He pasado por delante de los muertos sintiendo sus ojos puestos en mí, oyendo en el crujido de mi ropa y la de Zsuzsanna sus susurros de aprobación, y sintiendo la misma consciencia del tiempo que había experimentado durante el viaje, con la diferencia de que ya no me movía hacia atrás en el tiempo, sino hacia delante, como si en ese momento hubiera salido de las entrañas de mis ancestros, de la historia, y avanzara con rapidez, como Stephen, hacia mi presente. Hacia mi destino.Al igual que años atrás, padre yacía en un ataúd de cerezo bruñido abierto cerca del altar, que estaba cubierto por un paño negro y flanqueado por hileras de velas encendidas. Dos grandes cirios ardían en unos pesados candelabros de latón a ambos lados del féretro. En la cabeza del ataúd, al otro lado, dos mujeres vestidas de negro cantaban a mi padre y le recordaban todo lo que estaba dejando en esta vida, como si de verdad creyeran que pudiera despertar después de veinte años.
—Déjame aquí, Zsuzsa —le he dicho—. Ve a descansar. Ya has cuidado de él todos estos años, yo lo haré durante esta noche. —En nuestra tierra es costumbre que los hombres se sienten junto al difunto (guardar la privegghia, así es como se le llama) y supongo que se debe a la ignorante creencia de que hay que proteger al alma de quienes la quieran robar. No hay duda de que mi padre se habría negado a seguir una tradición de los supersticiosos campesinos, pero en ese momento quería honrarlo, mostrarle mi respeto, ayudar, aunque ya hubiera llegado demasiado tarde para eso, y no se me ocurría otra cosa que pudiera ofrecerle. Fue un hombre amable y tolerante, y sé que me lo habría permitido, que le habría hecho gracia y que así me lo habría expresado, con cariño y con actitud divertida.
Al mismo tiempo, y afectado por la irracionalidad del dolor, estaba furioso con las mujeres que no dejaban de cantar. Yo podía permitirme elegir honrar a mi padre siguiendo la costumbre que él desdeñaba, pero no podía aceptar que lo hicieran unas extrañas.
Zsuzsanna no se ha opuesto a mi petición, aunque se ha quedado un momento más, observándome con unos ojos que brillaban de sufrimiento y amor y por el reflejo de la luz de las velas.
—Uno de los sirvientes ha traído una carta de tío.Zsuzsanna;
He contratado a unas plañideras para cantar la Bocete para tu padre. Por favor, no os preocupéis por los preparativos de la presentación de William. Me ocuparé de todo. Con vuestro permiso, iré esta noche. Será bastante tarde y de ese modo no os molestaré. Lo único que os pido es que dejéis la puerta de la capilla abierta.
Vuestro tío que os quiere,
S.
He asentido con la cabeza para indicar que había terminado. Zsuzsanna ha doblado la carta, la ha guardado y nos hemos mirado; había querido advertirme de que vería mi intimidad perturbada. Después, se ha puesto de puntillas para darme un beso de buenas noches en la mejilla, pero antes se ha vuelto hacia el ataúd de padre con una reverencia.
Me he quedado allí de pie, quieto, en silencio, escuchando los cánticos y finalmente el sonido de la bisagra de hierro de la pesada puerta de madera cuando la ha cerrado tras ella.
Me he vuelto hacia las mujeres y les he dicho:
—Marchaos.
Los ojos de la más joven de las dos se han abierto de par en par, asustados, pero ha seguido cantando mientras la mayor, con la mirada baja y con el mismo miedo que había notado en el cochero, decía:
—Señor, ¡no nos atrevemos! Nos han llamado para cantar la Bocete y si los cánticos cesan, aunque sea por un momento, ¡el alma de su padre no descansará como es debido!
—Marchaos —he repetido, demasiado exhausto por la pena como para entrar en una discusión.
—Señor, el príncipe nos ha pagado una generosa suma de dinero. Se pondría furioso si...
—¡Os libero de vuestra obligación! —Y con un gesto de la mano tan brusco que las dos mujeres han retrocedido, he señalado hacia la puerta—. Si el príncipe se enfada, ¡tendrá qué enfadarse conmigo!
Por fin estaba solo.

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Bert
FanfictionEl accidente del tren en Italia tuvo su consecuencia... Y ahora está con Candy. Sin amnesia.