Tres años atrás:
Me siento junto al viejo escritorio de roble donde aprendí a leer y escribir y de vez en cuando paso la mano sobre la superficie picada y marcada por sucesivas generaciones de inquietos jóvenes Ardlay. El alba está cerca. Por la ventana que da al norte puedo ver, contra el brillante cielo gris, las majestuosas almenas del castillo familiar donde mi tía aún reside. Reflexiono sobre mi soberbia herencia y lloro en silencio para no despertar a George, pero las lagrimas no me liberan de mi pena.
En los últimos días me he visto envuelto en una actividad incesante, atravesando Europa en barcos, carruajes y trenes. Más que atravesando un continente, me parecía estar viajando en el tiempo, como si hubiera dejado atrás mi presente en Inglaterra y ahora me moviera rápida e irrevocablemente de vuelta a un oscuro pasado ancestral.
Londres nos sería arrebatada para siempre. No había nada que me atara a ese presente, nada aparte de Candy. Candy, mi áncora de salvación.
Siempre me dije que había dejado ese aspecto de mi persona en Escocia, esa parte de mi tan dada a los pensamientos sombríos y a la desesperación, esa parte que jamás había conocido la verdadera felicidad hasta que abandoné mi tierra natal.
El diario de Candy ha llegado hasta mis manos, no quiero abrirlo. Quizás después, ya que por la incertidumbre de las noticias que me aguardaban en la mansión, en lo alto de África.
"En casa".
Una extraña sensación de terror me ha invadido en el mismo instante en que he puesto un pie dentro del carruaje. Ya me encontraba inquieto; habíamos recibido el telegrama de Zsuzsanna hace aproximadamente una semana, no tenía manera de saber si su estado había mejorado o empeorado, y la reacción del cochero cuando le he dicho cuál era nuestro destino no ha hecho sino alterar más el estado de mi mente. El hombre, un anciano jorobado, me ha mirado a la cara y ha exclamado mientras se santiguaba:
—¡Por Dios! ¡Usted es un Kyonna!
El sonido de ese odiado nombre me ha hecho sonrojarme de rabia.
—El apellido es Ardlay—lo he corregido fríamente, aun sabiendo que no serviría de nada.
—Como usted diga, señor. ¡No olvide saludar amablemente al príncipe de mi parte! —Y el anciano ha vuelto a persignarse, aunque en esta ocasión con una mano temblorosa. Cuando le he dicho que mi tío, el príncipe, había acordado que nos recogiera un conductor, ha comenzado a llorar y nos ha suplicado que esperáramos hasta la mañana.
Había olvidado las supersticiones y prejuicios que proliferaban entre mis incultos compatriotas; es más había olvidado cómo era que te temieran y que, en el fondo, te odiaran por ser boier, un miembro de la aristocracia.—No seas ridículo —le he dicho de manera brusca al cochero —. No te pasará nada.
—¿Ni a mi familia? ¡Júrelo, señor...!
—Ni a tu familia. Lo juro —le he dicho y me he girado para subir al carruaje. Mientras el hombre caminaba de espaldas hacia el asiento del conductor, inclinando la cabeza y diciendo: «¡Qué Dios lo bendiga, señor!», yo he intentado disipar la curiosidad y la preocupación recordando que la superstición que había por esa zona prohibía que se bajara por el bosque durante la noche. Algo que, en parte, era verdad.Cuanto más nos adentrábamos en las montañas, más angosto y retorcido se volvía el camino hasta ascender una escarpada pendiente cercana a un huerto de ciruelos deformes y muertos que se alzaban negros contra el evanescente crepúsculo violeta. El viento y el tiempo habían encorvado los troncos, como las ancianas campesinas que llevaban a sus espaldas una carga demasiado pesada, y las ramas retorcidas estaban alzadas hacia el cielo suplicando piedad en silencio. La tierra parecía volverse cada vez más deforme; tan deforme como su gente, oscuros y lisiados más por la superstición que por cualquier dolencia física.
¿Realmente podemos ser felices entre ellos?
Poco después ha caído la noche y el huerto ha dado paso a un pinar alto y recto. Las borrosas imágenes de los oscuros árboles contra las todavía más oscuras montañas y el movimiento del carruaje me han hecho quedarme dormido.
Inmediatamente he tenido un sueño: a través de los ojos de un niño veía al príncipe William, el primero de todos los William de Escocia.Estaba una noche en su buhardilla, porque él, William Ardlay que había sido rico, a fuerza de darlo todo, había concluido por no tener nada.
Eran las doce poco más o menos: el día había sido horrible, y había subido a su rincón, dolorido, calenturiento, casi casi con la maldición en los labios.
Decididamente el mundo no podía continuar así; estaba resuelto para evitar tanto mal, a ir en línea recta hasta el crimen si era preciso.
Medios, armas, dinero, poder, ciencia, necesitaba a todo trance, para realizar el bien y enjugar lágrimas, y sanear corazones, y dar pan y dar vida a los que sufren sin consuelo.
Era preciso sacrificarse, pues se sacrificaría.
Y en un arrebato de pasión pronunció estas palabras insensatas:
—Mi alma entera daría con gusto, arrojándola a eterna condenación, a cambio de mucho poder para hacer mucho bien a los hombres.
Y pasando su extraviada vista por las desnudas paredes de la buhardilla, la fijó con relámpago de supremo desafío en uno de los rincones más obscuros del suelo y más llenos de sucias telarañas.
Y sonriendo con sonrisa siniestra, pensó en voz alta:
—Ya no existe el diablo, si existiera le llamaría y le propondría un pacto, pero el diablo debió quedarse allá en los siglos primeros; la luz artificial de las velas y el acero le asustan; aunque se le llame no acude, y si no hagamos la prueba.
Entonces, con voz cavernosa, gritó:
—Satanás, ven a mí, yo te llamo: quiero venderte mi alma, acude, haragán estúpido. Acude, viejo cobarde, ven a mí, si te atreves, que yo te necesito y te llamo y además te desafío. Tus cuernos me dan lástima, tu rabo me da asco, tus garras me dan risa, ¿no te apetecen las almas?, pues te vendo la mía, que es de las mejores. ¡William Ardlay te aguarda de pie firme!.
Dijo y esperó.
Esperó clavando sus ojos inyectados de sangre con tenacidad de loco en aquel rincón en que desde el principio se había fijado.
Espectáculo curioso, las telarañas se extendieron lentamente y dijérase que se hicieron luminosas con luz rojiza.
Una sobre todo cubrió completamente el rincón y en el centro se destacó, como mancha negra, una enorme araña.
William Ardlay no se asustó, porque con toda su benignidad era hombre de muchos bríos.
William Ardlay no se admiró, porque en aquel momento nada podía causarle admiración. Una esperanza diabólica le hizo presa en las entrañas.
¿Aquella araña enorme sería el diablo?
¿Aquella tela de luz siniestra estaría tendida para él?
¿Estaba él destinado a ser la pobre mosca humana de aquella telaraña infernal?
Y sin vacilar un punto se fue derecho al rincón, y por decirlo así, tiró un derrote, sacando enredada en la cabeza la telaraña fantástica.
En el acto el bicho repugnante creció en dimensiones y acurrucado en el rincón apareció el diablo en persona, viejo y averiado, pero terrible todavía.
—Aquí estoy —dijo —Conque ahora —agregó—, di para qué me llamas.
—Ya lo sabes, puesto que me has oído y por haberme oído acudiste a mi llamamiento. Quiero venderte mi alma. ¿Estás dispuesto a comprarla?
—Ese es mi negocio —dijo Luzbel—, y almas como la tuya cuando se ponen en venta, siempre encuentran comprador.
—¿Qué quieres a cambio de tu alma?
—Quiero alta posición social, gran influencia mundial, mucho poder.
El diablo sonrió para adentro, y para adentro murmuró: «Lo se: eres como todos».
Y agregó en voz alta.
—¿No pides más?
—Sí pido —exclamó con ansia el desdichado—, pido trillones en oro diamantes y dinero.
—Trato hecho —replicó el diablo, y sacando un pergamino, se colocó en el centro de la habitación, y extendiéndolo, gruñó —: A firmar.
Después sacó una pluma de acero, le rasgó en el cuello a William y recogiendo una gruesa gota de sangre, le alargó la infernal péñola al futuro condenado.
William Ardlay firmó sin dudar.
Nunca leyó el pacto, había firmado con la sangre la maldición de todos los William Ardlay de generación en generación.

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Bert
FanficEl accidente del tren en Italia tuvo su consecuencia... Y ahora está con Candy. Sin amnesia.