África

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Estoy empezando a creer que todos en el castillo están ligeramente locos.
Ayer temprano fui allí para familiarizarme con los asuntos de tío.  Sin embargo, anoche descorrí una parte de la cortina para ver mejor la luna y, al hacerlo, me fijé en algo que recorría ese tramo de jardín hasta el dormitorio de Zsuzsanna. Al pensar que se trataba de uno de los lobos, me arrimé más contra el cristal para ver mejor. No tenía miedo, ya que la cortina me ocultaba lo suficientemente bien y dudaba que el animal pudiera saltar dos pisos, pero tenía mucha curiosidad porque, como habitante de ciudad, jamás había visto un lobo excepto en los libros.
  Pero antes de poder centrar la vista en el objeto de interés, me distraje por el movimiento que provenía de la ventana de Zsuzsanna. La vi tirar de los postigos y abrir la ventana, permitiendo así que entrara el torrente de luz.
  Eso me asustó y estuve a punto de gritar para avisarla de la presencia del lobo cuando noté una figura junto a ella, en esa zona ocupada por el asiento empotrado bajo la ventana. Cómo llegó hasta allí, es algo que no sé decir, pero sí que puedo decir de quién se trataba: Tio. Mientras los miraba horrorizado, se abrazaron y entonces él tiró de la cinta que llevaba al cuello y cuando ésta se desató, su camisón se deslizó... Me di la vuelta, incapaz de ver aquello, y corrí las cortinas.

Cuando llegué al castillo, mi tristeza se vio reavivada ante la imagen del escritorio de papá, que seguía tal y como lo había dejado, en una pequeña sala en el ala este con una magnífica vista de Kenia. Todo estaba ordenado y bien organizado; no tuve problema para encontrar toda la información financiera de tío y pronto olvidé mi tristeza al ponerme a trabajar.
  Con toda sinceridad, he de decir que me quedé impactado ante el valor de la riqueza del tío Sitaani Ardlay. Teniendo en cuenta la cuantía, hay menos sirvientes de los que uno podría imaginarse: únicamente tres doncellas, un cocinero, un mozo de cuadra, un jardinero, el mayordomo, y, por supuesto, el desagradable cochero Laszlo. Después de hablar con el capataz de las tierras de tío, hice un descubrimiento absolutamente perturbador: El feudalismo es normalmente un sistema injusto a favor del señor, propietario de la tierra. Los siervos le pagan un diezmo por trabajar en ella y después el diez por ciento de lo recaudado, además de pagarle el bir, un considerable impuesto personal por «protección». Pero en el caso de Sitaani, los malau no pagaban el diezmo, sólo el cinco por ciento de lo obtenido de la venta de la cosecha y un bir anual de únicamente unos peniques (como si aún temiéramos a los merodeadores alemanes y, por una suma así de minúscula, fuéramos a ofrecerles cobijo a todos entre los muros del castillo Ardlay durante la guerra). Otra sorpresa: tío es el dueño de casi toda la aldea, y aun así no recibe ninguna cantidad por el arriendo. Únicamente un acuerdo parecía beneficiarlo: se le pide a los siervos que hagan lo que sea que Tio pida y cuando él así lo quiera. Hoy uno de ellos estaba en el castillo trabando con argamasa una piedra que se había soltado cerca de la entrada. Ha inclinado la cabeza educadamente según me acercaba, pero cuando he pasado por delante de él le he oído rezongando en voz baja por haber tenido que ignorar su apremiante trabajo en el campo a favor del voievod, el príncipe. Estaba trabajando con una languidez y una renuencia que me han molestado, teniendo en cuenta la generosidad de Sitaani.
  ¡Pensar que aún existe el feudalismo en estos días y en esta época...! No hay duda de que tío solamente se queda con una fracción de lo que le pertenece. Así no hay manera de sacar un beneficio.
  Pero eso no me preocupa tanto como la idea del feudalismo en sí misma, que indica que Tio, «tiene en propiedad» a los campesinos y sus casas. Ningún hombre tiene derecho a ejercer tanto control sobre otro. Mucho mejor para todos sería el sistema de un salario justo a cambio del trabajo justo de un día.
  También me sorprendieron los altos salarios, muy superiores al que podría recibir un empleado de hogar cualificado en Inglaterra, que le pagaba a los sirvientes.
En este castillo hay un extraño y desagradable ambiente como consecuencia, sin duda, del resentimiento de los sirvientes y de los raros hábitos de tío, y sospecho que décadas de servicio en este lugar exaltarían la mentalidad supersticiosa de un campesino. Tras presentarme a los sirvientes en el ala principal y retirarme al despacho de padre para trabajar un rato, Masika apareció, supongo que para llevar a cabo su tarea diaria. Hizo como que limpiaba el polvo de los muebles y después se quedó allí, algo inquieta, durante tanto tiempo que al final interrumpí mi trabajo para preguntarle si tenía algo que decirme.
  Ante mis palabras, se detuvo y su expresión se volvió atribulada, como si estuviera tomando una difícil decisión. Finalmente bajó el trapo del polvo, fue hacia la puerta, que estaba medio abierta, y se asomó nerviosa al lúgubre pasillo como si se esperara encontrar a alguien escondido entre las sombras. ¡Después repitió el proceso asomándose a las ventanas! Cuando se quedó tranquila, se acercó tanto que nuestras caras no estaban separadas ni una mano, y susurró:
  —¡Tengo que hablar con usted, joven señor! ¡Pero ha de jurarme que nunca le revelará a nadie lo que le he contado porque de lo contrario eso supondrá la muerte de mi hijo y la mía!
  —¿Vuestra muerte? —le pregunté, completamente desconcertado por su extraño comportamiento—. ¿De qué estás hablando?
  Hablé con un tono de voz normal, pero eso la alarmó y con expresión afligida, se llevó un dedo a los labios como pidiéndome que no hiciera ruido.
  —¡Primero júrelo! ¡Júrelo ante Dios!
Ella observó mi cara detenidamente con el ceño fruncido en un gesto de preocupación. Lo que fuera que encontró pareció dejarla satisfecha porque por fin asintió antes de exclamar en voz baja:
  —¡Debe marcharse enseguida, joven señor!
  —¿Marcharme? —le pregunté indignado.
  —¡Sí! ¡Márchese y regrese a Inglaterra! ¡Hoy, antes de que se ponga el sol!
  —¿Por qué iba a querer hacer eso?
  No respondió inmediatamente y, ya que parecía incapaz de encontrar las palabras adecuadas, me aproveché de su silencio para continuar.
  —No puedo, de ningún modo.
  La determinación de mi voz pareció asustarla y los ojos se le llenaron de lágrimas. Angustiada, se puso de rodillas delante de mi silla con las manos unidas en un gesto suplicante, como Cristo rezando en Getsemaní.
  —Por favor, ¡hágalo entonces por amor a su padre! ¡Márchese enseguida!
  —¿Por qué? —le exigí, agarrándola por el codo e intentando ponerla en pie—. ¿Por qué he de irme?
  —Porque si no lo hace, será demasiado tarde y usted, su futura esposa y el primer hijo estarán en un peligro terrible. Por el pacto...
  Nada tenía sentido y, sin embargo, sus palabras hicieron que algo en mi memoria parpadeara. El rostro de Masika se desvaneció y de nuevo me encontré tras los ojos de un niño de cinco años, mirando confiadamente a mi padre mientras el cuchillo descendía formando un brillante arco de plata.
  Al instante, unos dedos de acero invisibles me agarraron con fuerza la cabeza y la imagen se emborronó. Me llevé una mano a la sien y pensé: estoy volviéndome loco...  Supongo que la aristocracia no tiene mejor defensa que insultar a los que tienen puntos de vista progresistas e igualitarios. De ahora en adelante, me reservaré mis opiniones. Después de todo, tío es mayor que yo y un príncipe, ni más ni menos, pero cuando la propiedad caiga en mis manos, tal y como sucederá sin duda en unos años, me aseguraré de que las cosas funcionen de otro modo.
He intentado ocultar las fuertes impresiones que me he llevado estos días, pero sospecho que no lo he conseguido. Esa pequeña arruga que sale entre las cejas cuando estás especialmente preocupado ha vuelto a aparecer. Me he retirado temprano a causa de la tensión y me he quedado dormido inmediatamente. En mis sueños Candy me ha puesto mi mano sobre su vientre para poder sentir a nuestro bebé moviéndose dentro de ella; el espabilado granujilla ha dado una patada tan fuerte que los dos nos hemos visto instados a reírnos. Mi propia risa ha estado a punto de convertirse en lágrimas porque he sentido un renacer del abrumador amor y gratitud que nunca antes había experimentado, pero me he despertado a la hora, después de soñar con Tío, que estaba alzando su cabeza ensangrentada para mirarme con los blancos ojos de un lobo. Temo volver a ese otro sueño y por eso me he levantado para escribir estas palabras a la luz del farol.
  ¡Oh, Candy! ¡Querido hijo, aún no engendrado! ¿A qué clase de manicomio he venido?

BertDonde viven las historias. Descúbrelo ahora