Londres 3

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Albert recorrió el pasillo de un extremo a otro varias veces. Luego se apoyó en la pared y se frotó la cara con las manos. Estaba bien jodido. No sabía cómo había acabado allí ni qué lo había impulsado a actuar como lo había hecho, pero sabía que estaba metido en un lío de proporciones épicas. Su comportamiento con Candy no había sido nada sensato. Había rozado casi el acoso en esa carta. Y luego, por si fuera poco, había subido a su coche y había entrado en el colegio. Todo estaba resultando muy irregular.
  Estaba arrimado al pie de la escalera de su habitación. Su habitación... Se estremeció de sólo pensarlo. Y ahora estaba a punto de salir a cenar con ella. ¡La había invitado a comer un filete! Si eso no violaba todas las normas de no confraternización entre adultos y adolescentes, ya no sabía qué lo haría.
  Respiró hondo. Candy era un desastre, una reencarnación de Calamity, un torbellino. Parecía que todo le saliese mal, empezando por que no seguía ninguna norma y siguiendo por toda la serie de idas y llegadas en la oscuridad de las noches... incluidos la calma y el carácter sereno de él.
  Aunque quisiera que viviese muchas aventuras, él no iba a poner en peligro su reputación por acompañarla. Si ella quisiera, al día siguiente podría desaparecer a causa de su acoso. No podía permitirlo.
  Recorrió los escalones en dos largas zancadas y levantó la mano para llamar a la puerta. Pensaba darle cualquier excusa, algo que siempre sería mejor que desaparecer sin decir nada, pero en ese momento oyó pasos dentro de la habitación que se acercaban al balcón.
  Candy abrió la puerta y se quedó quieta, con la mirada clavada en el suelo. Llevaba un vestido negro con cuello de pico, sencillo pero elegante, que le llegaba hasta la rodilla. Los ojos de él recorrieron sus suaves curvas hasta detenese en sus piernas. Y los zapatos... Era imposible que ella lo supiera, pero Albert tenía debilidad por las mujeres con zapatos de tacón. Tragó saliva con dificultad al ver los impresionantes zapatos negros con tacón que llevaba. Era obvio que eran de diseño. Quería tocarlos y... ¡Diablos! el mismo se los había enviado.
  —Hola. —Candy lo saludó suavemente.
  A regañadientes, él apartó la vista de sus zapatos y la miró a la cara. Ella lo estaba observando con expresión divertida.
  Se había recogido el pelo en un moño alto, con algunos rizos sueltos que le caían alrededor de la cara. Se había puesto un poco de maquillaje. Su piel de porcelana seguía pálida, pero luminosa, y dos pinceladas de color rosa le alegraban las mejillas. Tenía las pestañas más oscuras y largas de lo que recordaba.
  Estaba hermosa.
  Se puso su gabardina roja y cerró con llave la puerta del balcón. Él le indicó con un gesto que pasara delante y la siguió en silencio por el bosque. Cuando llegaron a la calle, comenzó a llover... abrió el paraguas y se quedó dudando.
  Candy lo miró, ladeando la cabeza.
  —Será más fácil taparnos a los dos si te coges de mí —le dijo, ofreciéndole el brazo de la mano con que sujetaba el paraguas—. Si no te importa —añadió.
  Ella tomó su brazo y lo miró con ternura.
  Se dirigieron en silencio hacia el puerto, una zona de la que Candy había oído hablar, pero a la que aún no había tenido ocasión de ir. Antes de que Albert le entregara las llaves al aparcacoches, le pidió a ella que le diera la corbata que guardaba en la guantera. Candy sonrió al ver una caja con una inmaculada corbata de seda.
  Al inclinarse para dársela, él cerró los ojos un instante para aspirar su perfume.
  —Magnolia—murmuró.
  —¿Qué?
  —Nada.
  Él se quitó el jersey y ella fue recompensada con la visión de su amplio pecho y de unos cuantos rizos que asomaban gracias a los botones abiertos de su camisa. Albert era sexy. Tenía una cara muy atractiva y Candy estaba segura de que bajo la ropa sería igual de agraciado. Aunque por su propio bien trató de no pensar mucho en ello.
  No pudo evitar admirar su destreza mientras se hacía el nudo de la corbata sin ayuda de un espejo. Aunque le quedó torcido.
  —No puedo... No veo... —se quejó él, tratando de enderezarlo sin éxito.
  —¿Quieres que pruebe yo? —se ofreció ella.
  —Gracias.
  Candy le enderezó el nudo rápidamente, le alisó la corbata y fue resiguiéndole el cuello hasta llegar a la nuca, desde donde le bajó el cuello de la camisa. Cuando terminó, estaba respirando aceleradamente y se había ruborizado.
  Él no se dio cuenta, porque estaba ocupado pensando en lo familiares que le resultaban los dedos de Candy. Alargó el brazo hacia la americana que llevaba en un colgador en la parte posterior de su asiento y se la puso. Con una sonrisa y una inclinación de cabeza, la invitó a salir del coche.
  El Steakhouse era un local emblemático de Londres, un restaurante famoso y muy caro, frecuentado por directivos de empresa, políticos y otros personajes igual de impresionantes. Albert solía comer allí porque el solomillo que preparaban era el mejor que había probado. No se le ocurrió llevar a Candy a otro sitio.
  James, el maître, lo saludó calurosamente, con un firme apretón de manos y un torrente de palabras en italiano.
  Él respondió con la misma calidez y en el mismo idioma.
  —¿Y quién es esta belleza? —preguntó, besándole la mano a Candy y empezando a alabar en un italiano muy descriptivo sus ojos, su pelo y su piel.
  Ella se ruborizó, pero le dio las gracias tímidamente en italiano.
  Candy tenía una voz preciosa, pero la señorita Candice hablando en italiano era algo celestial. Su boca de rubí abriéndose y cerrándose; el modo delicado en que prácticamente cantaba las palabras; su lengua, asomando de vez en cuando para humedecerse los labios... Albert tuvo que ordenarse cerrar la boca.
  James se quedó tan sorprendido y encantado por su respuesta que la besó en las mejillas no una vez, sino dos. Inmediatamente, los acompañó hasta la parte trasera del restaurante, donde les ofreció la mejor mesa, la más romántica.
  Albert dudó un momento antes de sentarse, al darse cuenta de lo que James estaba interpretando. Él ya se había sentado a aquella mesa anteriormente, con otra persona, y el maître estaba sacando conclusiones precipitadas. Iba a tener que aclarar las cosas. Pero cuando empezó a carraspear para hablar, le preguntó a Candy si aceptaría una botella de una cosecha muy especial de un viñedo de su familia en la Toscana.
  Ella se lo agradeció mucho, pero dijo que tal vez el Sr. Albert tuviese otras preferencias. Él se sentó rápidamente y, para no ofender al maître, dijo que estaría encantado con cualquier vino que les ofreciera. Éste se retiró, radiante.
  —Ya que estamos en público, tal vez sería buena idea que no me llamaras Señor Albert.
  Ella asintió, sonriendo.
  —Puedes llamarme tío Albert.
  Albert estaba demasiado ocupado mirando la carta para darse cuenta de que los ojos de Candy se abrieron mucho antes de que bajara la vista —Tienes acento de la Toscana —comentó él, distraído, sin mirarla todavía.
  —Sí.
  —¿De dónde lo has sacado?
  —Estudié mucho en Lakewood.
  —Tienes un nivel muy bueno para haberlo estudiado sólo un año.
  —Empecé a estudiarlo antes, en el hogar de Pony.
  Él la miró desde el otro extremo de la mesa, pequeña e íntima, y se dio cuenta de que ella estaba evitando devolverle la mirada. Estudiaba la carta como si fueran las preguntas de un examen y se mordía el labio inferior.
  —Estás invitada Candice.
  Ella alzó la vista bruscamente, como si no acabara de entender lo que quería decir.
  —Eres mi invitada. Pide lo que quieras, pero, por favor, pide carne.
  —No sé qué elegir.
  —Si quieres, puedo elegir por ti.

Ella asintió y cerró la carta, sin dejar de morderse el labio.
  En ese momento, James regresó y les mostró orgulloso una botella de chianti con una etiqueta escrita a mano. Candy sonrió mientras el maître abría la botella y le servía un poco en la copa.
  Albert la observó conteniendo el aliento mientras ella hacía girar el vino en la copa con pericia y luego la levantaba para examinar el líquido a la luz de las velas. Se acercó la copa a la nariz, cerró los ojos e inspiró. Luego se la llevó a los carnosos labios y probó el vino, manteniéndolo en la boca unos instantes antes de tragárselo. Abrió los ojos y, con una sonrisa más amplia, le dio las gracias a James por su precioso regalo.
  El maître, radiante, felicitó a Albert por su elección de acompañante con un entusiasmo un poco excesivo y llenó ambas copas con su vino favorito.
  Mientras tanto, Albert había tenido que ajustarse los pantalones por debajo de la mesa, porque la visión de Candy probando el vino había resultado ser la imagen más erótica que había visto nunca. No era sólo atractiva; era hermosa, como un ángel o una musa. Y tampoco era simplemente hermosa; era sensual, hipnótica y al mismo tiempo inocente. Sus bonitos ojos reflejaban una pureza y una profundidad de sentimientos en las que no se había fijado hasta entonces.
  Con esfuerzo, apartó la vista mientras volvía a ajustarse los pantalones. Se sintió sucio y un poco avergonzado por su reacción.

Candy, por su parte, se sentía muy feliz de que estuvieran juntos. Quería hablar con él, hablar con él de verdad. Quería contarle sus secretos y que él, a cambio, le susurrara los suyos al oído. Pero los ojos de Albert, clavados en ella pero guardando las distancias, le dijeron que, por el momento, eso no iba a ser posible. Así que sonrió y jugueteó con los cubiertos, esperando no irritarlo con su nerviosismo.
  —¿Por qué empezaste a estudiar italiano en el hogar?
  Candy ahogó una exclamación, abrió mucho los ojos y se quedó con su preciosa boca abierta.
  Él frunció el cejo ante su reacción, completamente desproporcionada a su pregunta. No la había interrogado sobre su talla de sujetador. No pudo evitar que los ojos se le dirigieran a sus pechos antes de volver a mirarla a la cara. Se ruborizó cuando una talla y una letra aparecieron en su mente.
  —Ejem... me interesaba mucho la literatura italiana. Dante especialmente —respondió ella, doblando y volviendo a doblar la servilleta que tenía en el  regazo. Unos cuantos rizos cayeron sobre su rostro ovalado con el movimiento.
  Él se acordó entonces del cuadro que tenía en Lakewood y de su extraordinario parecido con Rosemary. Una vez más, su mente le envió señales de aviso y, una vez más, las ignoró.
  —Son unos intereses notables para una jovencita —señaló, contemplándola y admirando su belleza.
  —Tuve un... amigo que me inició en el tema —replicó Candy, como si el recuerdo le resultara doloroso.
  Al darse cuenta de que se estaba adentrando en un terreno peligrosamente personal, él retrocedió y cambió de tema.
  —Has impresionado a James. Está encantado contigo.
  Ella lo miró y sonrió.
  —Es un hombre muy amable.
  —Y tu floreces con la amabilidad, ¿no es cierto? Como una rosa.
  Las palabras salieron de sus labios antes de poder reflexionar sobre lo que estaba diciendo. Una vez dichas, con Candy mirándolo con una calidez alarmante, ya no pudo retirarlas.  Había llegado demasiado lejos. Se encerró en sí mismo y empezó a mirar con atención la copa de vino para no mirarla a ella, y sus modales se volvieron fríos y distantes. Candy se dio cuenta del cambio. Lo aceptó y no hizo ningún intento por retomar la conversación anterior.

—Gracias, Tio Albert, por una noche tan agradable. Ha sido muy generoso por su parte...
  —Candice—la interrumpió él—, no hagamos esto más incómodo de lo que ya es. Lamento mi... mala educación. Mi única excusa es... de carácter privado, así que démonos la mano y empecemos de cero.
  Alargó la mano y ella se la estrechó. Él trató de no apretar con demasiada fuerza para no hacerle daño. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para ignorar la electricidad que sintió en las venas ante el contacto de su piel, suave y delicada.
  —Buenas noches, Candice.
  —Buenas noches, Tio Albert.
  Y con esas palabras desapareció en el interior del bosque, despidiéndose de él en mejores términos que horas atrás.
  Aproximadamente una hora más tarde, Candy estaba sentada en la cama, contemplando el cuadro que siempre guardaba en su pequeña maleta. Se lo quedó mirando un buen rato, tratando de decidir si debía devolverlo al ático de los Leegan, dejarlo donde estaba o guardarlo en un cajón. Siempre le había encantado esa foto. Le encantaba su sonrisa. Era la foto más bonita que había visto nunca, pero le dolía demasiado mirarla.
  Alzó la vista hacia el broche colgado junto a su cama, reprimiendo las lágrimas. No sabía qué había esperado de su Príncipe de la Colina, pero sabía que no lo había conseguido. Así que, con la sabiduría que sólo se obtiene con un corazón roto, decidió que debía olvidarse de él de una vez por todas.

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