Bert

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El atardecer cubría las paredes de una luz anaranjada. Los fluorescentes del techo parpadeaban y las manos de Candy tenían un tono blanco verdoso. Su imagen deformada se veía reflejada en una de las ventanas: chaqueta y falda.
Hubo un murmullo de voces y se abrió una puerta. Candy volvió la cara para mirar. Un muchacho alto, con chaqueta blanca y largo cabello oscuro acababa de entrar. Cerró la puerta.
—Soy el doctor Crichton —dijo.
Y sonrió. Una sonrisa inexpresiva y profesional. Le señaló una silla ante un escritorio. Candy se dirigió lentamente a la silla mientras el médico se sentaba, no sin antes subirse un poco los pantalones para que no se deshiciera la raya. Después se inclinó hacia adelante. Tenía un rostro atractivo y juvenil y sus ojos eran de un celeste grisáceo.
—Formo parte del equipo psiquiátrico de planta de esta clínica y estoy de guardia esta tarde —explicó.
La observaba atentamente: el cuello cubierto de cortes diminutos, una contusión que oscurecía la barbilla, ojos de animal aterrado. Parecía a punto de perder el control.
Candy entrecerró los ojos para poder enfocarlo en medio de la bruma que parecía rodearla, y sacudió la cabeza con violencia un par de veces. ¿Estaban solos en ese pequeño despacho? ¿Qué había pasado con toda esa gente cargada de formularios? No recordaba haber llegado a la clínica.
—Creo que nos entenderemos perfectamente —dijo el médico.
Ella le echó una mirada cargada de desconfianza.
—¿Tiene usted frío? A veces se producen aquí algunas corrientes de aire.
Candy hizo un débil gesto negativo con la cabeza y miró a su alrededor. La puerta seguía cerrada y estaban solos en la habitación. Observó al doctor. Debía estar en alguna parte, oculto detrás de esa máscara juvenil de sonrisa artificial.
—¿La ha examinado antes un psiquiatra?
—No.
El hecho de que ella respondiera a su pregunta pareció relajarlo. Se aclaró la garganta. No sabía muy bien cómo proceder. Movió la silla de detrás del escritorio para estar más cerca de ella.
—¿Cómo desea que la llame?
—Can... Candy .
—Bien, muy bien, Candy.
Se escucharon voces fuera y pareció que había gente ante la puerta del despacho. ¿Enfermeras? —Miró al médico.
—Candy...
Alguien la llamaba. ¿Quién era este muchacho de chaqueta blanca y cómo sabía su nombre?
—Tenemos que conversar, Candy. Usted debe decirme todo lo que la inquieta, lo que la asusta. De esta manera descubriremos la causa de su problema.
Ella continuó mirándolo y se mordió el labio. Daba la impresión de estar pensando en otra cosa. De pronto, algo pareció aterrorizarla, porque giró rápida en la silla en dirección a la ventana.
—¿Dónde está usted ahora, Candy?
—En una clínica.
—Así es. ¿Y por qué ha venido?
Lentamente pareció volver a la realidad, como si un gran peso hubiera caído sobre su cuerpo, recordándole las magulladuras del ataque. Tensa de miedo, enrojeció. Tenía los dedos agarrotados, sin sangre, fríos.
El único indicio de la incomodidad que experimenta Crichton ante la ruptura de la comunicación era la manera como recorría con el dedo una pequeña hendidura en la cubierta del escritorio. Se sorprendió repitiendo el gesto y se detuvo. Su rostro era una máscara impenetrable, y sin embargo le asaltaba un torbellino de pensamientos mientras contemplaba a la mujer.
Candy miró su falda; su cabeza se movía con la lentitud de alguien que hace mucho que no duerme. Estaba atrapada. No podía contarle al médico lo que había ocurrido y no se atrevía tampoco a marcharse.
Crichton analizaba la hermosa cara y los ojos asustados, que a veces relampagueaban de fuego, miedo u hostilidad y que, ahora, eran dos pozos hondos, sumidos en la defensa de un misterio que se negaba a revelar.
—¿Quiere hablarme de esa vez?
—No es algo de lo que me gustaría hablar.
—¿Le costaría hacerlo?
—Sí.
—Está usted en la consulta de un médico, aquí no hay secretos.
Candy inhaló hondo. Están escuchando. Te quitarán la ropa y te golpearán. Estaba desarmada. Lentamente alzó los ojos para mirar al médico y dijo:
—Me violaron.
Su voz era apenas perceptible. Se nublaron sus ojos y levantó la cabeza; Crichton no era más que una sombra borrosa.
—Me violaron —repitió, sin estar segura de que él la hubiera escuchado la primera vez.
—¿En su casa? —preguntó con amabilidad.
Sorprendida de que no hubiera hecho otro comentario, ella se limitó a asentir. Volvió a observarlo. No parecía haber habido modificaciones detrás de la máscara. Y una vez más comprendió que esto era algo más que una simple conversación.
—Comprendo.
La estudió. Ella se mordió el labio en un esfuerzo por no llorar, pero no pudo controlarse; su rostro se distorsionó en una mueca y en un gesto de remordimiento y, como una marea negra, afloraron el terror y la humillación. Intentó cubrirse la cara con las manos.
Deseaba que el doctor dejara de mirarla. Lloró.
—¡Fue tan salvaje! ¡Tan sórdido!
Respiraba entrecortada. Estaba rodeada de fealdad por todas partes; podía sentirla, saborearla, siempre presente.
—¡Estoy degradada!
Llevó los restos del pañuelo a los ojos. Estaba hundida en el asiento y sollozaba desconsolada. Crichton sintió una gran piedad por ella. La señora controlada que había entrado a la clínica acababa de derrumbarse por completo, y se había convertido en una niña pequeña sin ninguna dignidad.
Poco a poco el llanto fue disminuyendo. El reloj zumbaba en la pared. Crichton, sentado junto a un extremo del escritorio, esperaba sin hacer un solo movimiento. El silencio terminó por unirlos.
—Sólo quiero morirme, desde que murió Albert... el funeral —dijo Candy en voz muy baja.
El médico abrió la boca para decir algo pero se arrepintió; era mejor esperar aún un poco más de tiempo. Se felicitó a sí mismo por haber podido conservar la calma.
—¿Llamó a la policía?
—¿Para qué? No había nadie en el dormitorio.
La respuesta lo cogió desprevenido y, por un instante, la máscara de su cara se resquebrajó. La miró como si no hubiera comprendido bien y se dio unos golpecitos sobre el labio con un dedo. Después, procuró recuperar la fachada profesional lo mejor que pudo.
—¿Puede decirme lo que pasó?
—¡Me violaron! ¿Qué más quiere que le diga?
Él se aclaró la garganta. Tenía el ceño fruncido en un esfuerzo por concentrarse; miles de posibilidades se hicieron presentes en su mente, y ahora tendría que actuar con cautela.
—¿Estaba usted sola en su dormitorio?
—Sí.
—¿Y quién la violó entonces?
—No lo sé. —Hizo una larga pausa antes de repetir—: No había nadie en el dormitorio.
—Candy, cuando usted dice que la «violaron», ¿qué quiere decir con eso?
—Que me violaron.
—¿Puede ser más precisa?
—¡Más precisa! ¡Todo el mundo sabe en qué consiste una violación!
—Sí, pero para algunas personas tiene un sentido metafórico y a veces emplean la palabra en sentido figurado.
—Yo la he empleado en sentido real.
No quiso discutir, pues deseaba que ella sintiera que él estaba de su parte.
—¿Quiere decirme lo que pasó? —preguntó con tono amable—. Puede que le resulte penoso hacerlo, pero es preciso que yo lo sepa.
Candy se recogió en sí misma. Al hablar su voz no tenía matiz alguno, se refería a sí misma en forma fría e impersonal.
—Me estaba peinando frente al espejo. Creo que con la luz apagada...
—¿Y entonces?
—Me aferró.
—¿Quién?
—No lo sé.
—¿Qué sucedió después?
—¿Qué sucedió? —repitió con amargura—. ¿Qué cree usted que sucedió? Creí que iba a morir. Me asfixió.
—¿Intentó estrangularla?
—No. Me cubrió la cabeza con la almohada. ¡No podía respirar!
—¿Intentó usted resistirse?
—Sí, pero era demasiado fuerte.
—¿Y la violó?
—Sí, ya se lo he dicho.
—¿Hubo penetración?
—Sí...
—¿Y luego?
Candy lo miró con un resplandor de furia en los ojos.
—¿Luego? Después de abusar de mí desapareció.
—¿Huyó?
—No... Se marchó...
—¿Por la puerta?
—No, porque estaba cerrada. De pronto estaba encima de mí y al minuto siguiente había desaparecido.
La miraba en silencio. Y Candy se dio cuenta de que el médico no sabía muy bien qué pensar.
—¿Qué le hace pensar que no fue un hombre de carne y hueso el que la violó?
—El hecho de que se evaporara cuando se encendió la luz.
—Pudo escapar por la ventana...
—Estaban cerradas con pestillo. Le digo que se evaporó.
—¿Sintió su cuerpo sobre el de usted?
—Sí.
—¿Era el cuerpo de un hombre?
—De un hombre muy grande.
—Al forzarla, ¿sintió dolor?
—Sí, por supuesto.
—¿Qué pasó después?
—Nada.
—¿Alguna vez ha tomado drogas?
—Nunca.
—Bien. ¿Qué pensó usted de lo que le había pasado?
—No sabía muy bien qué... Pero me dolía y me sentía muy mal. Hay cosas en las que una mujer no se equivoca. Podía sentir su olor en todo mi cuerpo.
—¿Tenía algún olor especial?
—Sí, muy intenso, a... a...
—Ya, ya.
—Pero no estoy segura de si... si...
—¿Si eyaculó?
—Sí... Aunque creo que sí. Cuando se encendió la luz tuve la sensación de estar despertando, de salir de algo muy oscuro. Nadie estaba asustado, nadie creyó que hubiera habido nunca otra persona en el dormitorio.
Crichton asintió. Parecía haber descubierto la manera de hacer hablar a Candy.
Analizó de nuevo las reacciones físicas de la mujer: los signos faciales, los gestos del cuerpo, el tono de su voz. Necesitaba información para plasmar la teoría que estaba empezando a formular en su interior.
—La escena se repitió una vez, ¿verdad?
—No exactamente. Supe que iba a venir. Pude olerlo cuando se aproximaba y escapé del dormitorio.
Asintió. Parecía haberse relajado y sólo sus ojos, asustados como los de un conejo, pedían consuelo y apoyo.
—¿Qué le parece, doctor? Por favor, dígame la verdad.
Crichton esperó hasta que se hubiera calmado un poco. Era imprescindible que ella confiara en él, no podía mentirle.
—Creo, Candy, que es algo bastante serio.
—¿Estoy loca?
—La locura es una palabra que tiene significados diferentes para cada persona.
El médico sonrió; pero Candy advirtió que en su sonrisa no había nada personal. Seguía siendo un profesional que disimula sus verdaderos sentimientos. No se relajaba.
—¿Qué edad tiene?
—Dieciocho años.
—¿Y su primo Alistair no podría quedarse con usted?
—Hoy no, quizá dentro de algunos días.
—Quiero que alguien esté siempre cerca de usted, Candy. No debe quedarse sola.
—Está bien.
—Ahora tendré que hacer que le practiquen algunos exámenes médicos y test psicológicos. No duelen.
—¿Tiene que ser ahora mismo?
—Si quiere podemos dejarlos para mañana.
—¿Entonces no hay nada que usted pueda hacer?
—No hasta que determine exactamente el origen del problema. Tengo un par de teorías, pero necesito los exámenes para estar seguro.
—Y mientras tanto yo habré muerto.
—Creo que al venir a la clínica ha hecho lo más importante, Candy.
—¿Le parece?
—Sin lugar a dudas. Este primer paso suele ser el que más cuesta dar.
Hubo un largo y tenso silencio. Después de esperar un poco, Candy se puso en pie y se alisó la falda. Caminaron juntos hasta la puerta.
—Aquí tiene una tarjeta con el número de la clínica. Si necesita algo llame, y aquí me pondrán en contacto con usted.
Guardó la tarjeta en el bolso. Sus modales correspondían a los de una burguesa bien educada y, sin embargo, era enfermera. Extraño.
—Muchas gracias doctor —dijo en voz baja.
—Me llamo Scott Crichton. Le escribiré mi apellido en la tarjeta.
La observó marcharse, abriéndose paso por los pasillos que indicaban el camino con una franja de color pintada en el suelo, finalmente, desapareció. Y Crichton respiró hondo. Estaba agotado.
—Has estado mucho rato con ella, Scott —dijo la enfermera.
—¿Cómo dices? Ah, sí. ¿Estás segura de que nunca ha visitado a otro psiquiatra?
—Eso es lo que ella dice.
—¿Y nunca ha ingerido drogas?
—No, si estás dispuesto a creerle.
—Increíble.
Llenó un vaso de papel con café. No podía dejar de pensar en Candy.
—Estaré en la oficina de antecedentes clínicos, tengo que escribir algunas notas sobre el caso —dijo.
Caminó por el pasillo mientras terminaba de beber el café.
Llevaba una carpeta bajo el brazo, pero no había tomado ningún apunte. Sus pasos resonaban sobre las baldosas del edificio.
En la biblioteca, Crichton encendió un cigarrillo, se quitó la chaqueta, y exhaló una nube de humo. Se levantó las mangas de la camisa y quedaron al descubierto sus brazos musculosos. Tenía excelente memoria y pudo reproducir la totalidad del diálogo mientras lo escribía en una carpeta negra que llevaba su nombre.
En un extremo de la sala, otro interno estaba absorto en la consulta de diversos textos y ninguno de los dos se preocupó por la presencia del otro.
La biblioteca era inmensa y vieja, con baldosas en el suelo y puertas de madera tallada. Tenía escalerillas para alcanzar los estantes más altos. Era un lugar silencioso. Y a esa hora de la noche casi no había nadie en esa ala del edificio. Crichton se puso de pie, se apoyó en la silla y se reclinó para leer lo que había escrito.
Ella había dado los primeros pasos. Y él no estaba ante el caso de un ama de casa frustrada por no poder desempeñar su profesión. Tampoco se trataba de una obesa secretaria que compensaba su soledad comiendo todo el día. Todos sus otros casos parecían no tener importancia. Casi no podía creer lo que había caído entre sus manos; y quería hacerse cargo solo del tratamiento, poder diagnosticar antes de que los demás también descubrieran de qué se trataba. Temblaba de excitación.
Sacó un texto de una de las estanterías más altas y lo llevó a la mesa. Un tipo de alucinación que incluyera sensaciones visuales, táctiles, orales y olfativas era un fenómeno extraordinariamente desusado. En general, correspondían a una psicosis o a una neurosis histérica. Crichton se sentía satisfecho de haber logrado tranquilizarla, de haber reducido su histeria. Lo malo era si reincidía; porque se vería obligado a ingresarla al manicomio y era demasiado bonita para dejarla ahí.

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