Noche de bodas 2

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Infierno... mi infierno personal.—pensó Candy mientras una curiosa pesadez en los pechos, un agotamiento general que la hizo quedarse en cama todo el día.
  Mareada, fue al living, pero tuvo que sentarse en el borde del sofá. Todo ondulaba en su interior y tuvo frío. Al ponerse un chaleco se dio cuenta de que sus senos estaban demasiado sensibles. Sin duda esta extraña dolencia de todo su cuerpo; tenía que ser alguna enfermedad.
  Salió a regar el jardín.
  Sin saber cómo, se encontró sentada en un columpio que colgaba del roble próximo al callejón. Tenía la frente y el cuello bañados en sudor. La cerca del portal de rosas oscilaba siniestra, como una serpiente.
  La tía abuela Elroy, aunque odiaba meterse en las vidas ajenas, había aceptado vigilar a Candy. Y ahora la vio tan pálida que se decidió a dejar el documento que le había enviado Alistair a un lado y cruzó el jardín.

—Buenos días, Candy—dijo amable—. ¿Cómo estás?
—Muy bien, gracias. Disfrutaba del sol.
—Estás muy pálida.
—Desde mi enfermedad he estado demasiado tiempo encerrada en casa.
—Aprovecha del sol ahora, entonces. Es una de las medicinas de Dios.
La tía abuela se dirigió a un extremo del jardín y sacó las hojas amarillentas de los arbustos.
—¡Me siento mal! —gimió Candy.
Pero la tía abuela Elroy no la escuchó y se dedicó a extraer la maleza alrededor de los pensamientos. Cerca de ella revoloteaban mariposas de alas blancas. Fascinada con el espectáculo, se dio la vuelta para enseñárselo a Candy. Sus ojos cansados mostraron preocupación al ver que ella intentaba sonreír y que, al ponerse de pie, se tambaleaba.
Los insectos zumbaban a coro; y parecían llenar el jardín, la manzana, todo en la mansión. El cerebro de Candy estaba lleno del ruido, el zumbido era como si le hablara a ella —Tía abuela, ¿cree usted en fantasmas?
—¡Claro que no! —respondió riendo la anciana señora.
—No me refería a seres transparentes que flotan en el espacio, sino a fantasmas del pasado.
—Bueno, creo que los muertos viven en nuestros corazones.
—Pero no nos causan daño, ¿verdad?
—No lo sé. Sólo puedo hablar por mis propias experiencias. Acepte el consejo de una vieja: confía en tu médico.
—Él niega ciertas cosas, que yo veo con mis propios ojos.
—Lo mejor es que confíes en él. Los médicos saben lo que es más conveniente.
Candy volvió a entrar acompañada por el ruido de los insectos. Este zumbido no tenía nada que ver con el solitario canto de los grillos en Lakewood; había algo furioso, demoníaco en su sonido, sin que pudiera sacárselo de la cabeza.

A mediados de enero la figura de Candy se había redondeado. Crichton supuso que se trataba de un problema de retención de líquido, y lo diagnosticó como un síntoma histérico secundario y, por tanto, sin mayor importancia. También cabía la posibilidad de que fuera una reacción al tratamiento con drogas. Hizo que le practicaran un análisis de sangre. Los resultados fueron negativos. Sin embargo, la paciente experimentaba repentinos cambios de humor. Incluso durante las entrevistas respondía con agresividad, para disculparse luego. Empezó a bañarse dos o tres veces por día. El agua aliviaba el peso que sentía en su interior.

—¿Qué te pasa, Candy?
—Nada, Annie.
—¡Estás tan pálida!
—Me siento cansada. Creo que me acostaré un momento. Afuera está Archie.
Annie miró a su hermana acostada en el sofá, con un chaleco arrebujado alrededor de los hombros. Verla tan enferma la asustaba mucho.
—Vete ya —murmuró Candy distraída—, quiero descansar.
Sentía una increíble lasitud, no le quedaba el menor asomo de fuerza. Algo, dentro de ella, le estaba chupando hasta la sustancia misma de sus huesos, que parecían ahora rellenos de aire.
Intentó alzarse para alcanzar la comida, pero el cuerpo se negaba a responder, incapaz de realizar ningún esfuerzo.
—Dios... —murmuró.
E intentó levantarse una vez más. Se apoyó en la pared; la habitación comenzó a girar cada vez más rápido.
Annie, que estaba en la puerta, la vio caer al suelo emitiendo sonidos inarticulados. Corrió afuera, hasta donde Archie cortaba el césped, sudoroso bajo el calor del mediodía.
—¡Archie! ¡Candy está muy mal!
El chico detuvo la cortadora de césped y le pareció que toda la luminosidad del día se transformaba en una sombra enfermiza alrededor de la casa.
—¿Qué le pasa? ¿Te pidió que vinieras a buscarme?
—Está vomitando.
Archivald corrió a casa. Candy vomitaba en el baño.
—¿Te sientes muy mal?
No pudo responderle y volvió a inclinarse sobre el lavabo —¿Quieres que llame al médico?
Candy negó con un gesto. Una violenta arcada la dobló en dos y agachó la cabeza. Archivald, sin saber qué hacer, miró hacia otro lado.
—Ya me... encuentro mejor...
Se lavó la cara y limpió el lavabo, después hizo gárgaras. Tenía la cara pálida, fría, húmeda, y le temblaban las fosas nasales.
—Será mejor que te acuestes —dijo Archivald.
Pero Candy no hacía otra cosa que contemplarse horrorizada en el espejo.
—¿Qué te ocurre? ¿Quieres acostarte?
Archivald y Annie la vieron tocarse la cara, sin quitar los ojos del espejo.
—No... no... no —repitió varias veces Candy de vez en cuando.
Después se hizo silencio en la casa.

Crichton estaba tan sorprendido que tuvo que reclinarse en la silla. Preguntó:
—¿Está usted segura?
—Sí. Conozco los síntomas.
—¿Se lo ha dicho a Terry?
—No. ¿Para qué?
—Bueno, algún día tendrá que saber que será padre, ¿no?
—No es hijo de Terry.
Crichton la miró detenidamente; procuraba discernir las claves tácitas, los signos faciales, los gestos del cuerpo.
—¿Cómo puede estar tan segura?
—Porque él no me ha tocado, ni siquiera una vez, ni en nuestra noche de bodas. No lo he visto ni siquiera en los periódicos.
—Tal vez estaba equivocado.
—Doctor Crichton, si Terry viviera conmigo hace ya mucho tiempo que yo habría quedado embarazada.
—¿Y no cabría la posibilidad...?
—No me acuesto con nadie más, doctor.
—¿Qué está tratando de decirme, Candy?
—¿No le parece obvio?
—No. Dígamelo usted.
—Estoy embarazada de él.
—¿Y quién es él?
—No se haga el estúpido.
Como si fuera un castillo de naipes, Crichton vio cómo se derrumbaba de pronto todo su intenso trabajo de tres meses de paciente labor. Candy había fingido colaborar, pero en el fondo de su ser conservaba intactas todas sus dudas acerca de la realidad. Ahora, con un embarazo histérico, no hacía más que objetivar sus síntomas.
El médico disimuló su desilusión lo mejor que pudo, seguro de que Candy no debía descubrir sus verdaderos pensamientos.
—¿Qué le hace pensar que es hijo de él, Candy?
—Puede que no sean más que leyendas, pero...
—Pero ¿qué?
—Dicen que para que una mujer conciba así, es necesario que tenga un... orgasmo. Ésa es la señal.
Si hubiera explotado una bomba a sus pies, Crichton no se habría sentido tan deprimido.
—Por tanto, ¿debo deducir que usted ha tenido un orgasmo?
—Sí —respondió ella en voz baja.
—¿Con...?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Poco después de que se marchara Terry. Fue la primera vez.
—¿La primera vez?
Candy, ruborizada, asintió.
—Ahora siempre los tengo, pero me daba vergüenza decírselo.
—¿Por qué?
—Porque es... terrible... lo que me... produce. Trato de que no pase, pero no puedo evitarlo.
Crichton procuró disimular su angustia y se obligó a pensar en otra cosa. Hizo rápidos cálculos mentales: cerca de dos meses. Sin duda, suficiente para inventarse los síntomas. Era como haber retrocedido hasta el comienzo. Sintió ganas de llorar. Candy se veía tan hermosa y segura, tan normal, que costaba aceptar lo que estaba diciéndole.
—No quiero que me practiquen un aborto.
Cada vez la sorpresa del médico era mayor; no había estado preparado para recibir golpe tras golpe. Pero, de pronto, comprendió. Era lógico que ella no quisiera abortar; una vez eliminado el feto, Candy no podría creer sin problemas en la existencia real de aquella criatura. Se sorprendió por la astucia con que operan los mecanismos psicóticos. La interrogaría con mucha delicadeza para averiguar qué importancia atribuía ella a su alucinación.
—¿Se ha practicado exámenes médicos?
—No los necesito.
—¿Por qué no?
—Estudié enfermería, conozco los síntomas.
—No creo que esté embarazada, Candy.
—Me tiene sin cuidado lo que usted crea, doctor.
—¿Puede probarme que está embarazada? ¿Se sometería a un examen?
Candy se agitó inquieta en la silla.
—Sería una pérdida de tiempo —respondió.
—No toma más que unos pocos minutos. Mañana sabríamos los resultados. No duele.
—Estoy hinchada, doctor Crichton. Amanezco mareada y retengo líquido. ¿Necesita más pruebas?
—¿Y si el examen demostrara que estaba usted equivocada?
—Hace dos meses que no tengo la menstruación, doctor.
—Pero ¿y si el resultado del examen fuera negativo?
—Entonces tendría mucho más miedo.

BertDonde viven las historias. Descúbrelo ahora