He recibido la noticia de que el Tío abuelo William ha fallecido...
—¡NOOOO!—había gritado y sacudido su cabeza con desesperación al encontrarse delante del féretro y descubierto que su amado Albert, su príncipe de la colina era nada más y nada menos que el Tío abuelo William. Si, William Albert Ardlay.
—muerto— Alistair y Archie la habían tenido que arrancar del féretro cuando en su desesperación había logrado abrirlo e intentaba ingresar para abrazarse al inerte cuerpo de Albert.
Por fin, una taza de té de láudano había logrado calmar el dolor de su pérdida y la angustia social de la tía abuela Elroy.Candy se despertó a la mañana siguiente desnuda.
O eso le pareció.
Estaba en la cama con William Albert Ardlay, con las piernas entrelazadas. Había tenido la cabeza apoyada en el hombro de él y uno de sus brazos alrededor de las caderas.
En sus sueños, se habían metido en la cama desnudos y habían hecho el amor horas y horas.
Albert se había colocado encima de ella y la había capturado con la mirada, como si fuera un imán, mientras la poseía lentamente hasta que se habían convertido en un solo ser. En un círculo eterno sin principio ni fin. La había adorado con su cuerpo y sus palabras. Había sido más intenso y emotivo que en sus sueños anteriores.
Pero no había sido más que eso. Otro sueño. Suspiró y cerró los ojos, recordando los acontecimientos de la noche anterior. El inmenso dolor y el alivio llenaron su corazón. Dolor por la pérdida de Albert y por la desesperación que la torturaba y alivio porque ya no quedaban secretos que se interpusieran entre ellos.
Solo que a diferencia de antes, ahora tenía la información que le había faltado.
Una vez recuperada, y con una tranquilidad de hecho bastante perturbadora, había saludado a todos los recién llegados mientras cada uno veía y escuchaba horrorizado la conversación que Candy tenía con, alguien y que parecía venir desde muy lejos.
—Es insoportable —susurró.
—Lo comprendo.
—Mejor lo comprendo yo, que estoy al otro lado.
Las manos del hombre, muy blancas y delgadas, parecían temblar.
—Ahora me fijo en tus manos —susurró ella—. Han cambiado en poco tiempo. Son horribles...
—¿Te doy miedo?
—No, Albert. ¿Cómo vas a darme miedo tú? Pero creo que nunca había visto unas manos tan extrañas como las que tienes esta noche.
—Es natural, ¿no? Llevo ahí un día entero.
Señalaba sin moverse, hacia el fondo de la habitación.
Sus ojos azules brillaban, quietos, extraños y lacerantes, a la luz temblorosa de los cirios.
—Y yo llevo un día entero mirándote, Albert.
—Sí. Eres mi única compañía. Por eso necesito hablarte, estar cerca de ti...
Fue a levantarse del brazo del sillón y a acercarse a la muchacha. Ella hizo un vivo movimiento de retroceso.
—No, no te acerques... Aún no estás listo.
—¿Será cierto que tienes miedo?
—Te juro que no lo tengo, sólo ten paciencia...
—¿Crees que, desde el sitio donde estoy, puedo creer ya en los juramentos?
—Piensa lo que quieras.
—Yo ya no pienso.
—Albert...
Él se quedó quieto, mirándola.
Sus ojos extraños y lacerantes a la luz temblorosa de los cirios...
—Albert—continuó ella en voz baja—, no puedo creer que sea cierto lo que ocurre. Que yo esté hablando contigo...
—En realidad, nadie lo creería.
Tenía razón.
Nadie lo creería, nadie más lo sabía y sobre todo: nadie más en toda la tierra habría sido capaz de hacer lo que ella Candy, había hecho...
Pero era Albert, su Albert y si está era la única forma... ¿Quien dijo miedo? Ahora tocaba esperar, esperar... solamente sería un año.Aquellos días en el colegio San Pablo, después de la fiesta, cuando se enteró de que su príncipe de la Colina se había marchado a Africa...
Una vez que Patty se hubo marchado, Candy no despegó la vista de la puerta cerrada durante un buen rato.
Por fin extrajo un pergamino muy desgastado de una carpeta de cuero y lo alisó. Una cajita de madera contenía trocitos de carbón tallado del tamaño de una uña. Con uno de ellos Candy, dibujó un círculo en el centro del pergamino, después tres círculos más pequeños que parecían flotar como cuervos por encima del anterior.
En éstos dibujó iniciales y junto a ellas algo parecido a un birrete: con un poco de práctica, Candy podría haberse ganado la vida como dibujante, al igual que Giuseppe Arcimboldo, que hasta hacía pocos años había trabajado para el emperador Rodolfo.
Debajo del círculo mayor y separado de los otros tres dibujó dos más. A Candy se le escapó una leve sonrisa cuando añadió a uno de ellos una gran nariz pegada y al otro unos cabellos cortos. El carboncillo corría por encima del pergamino, garabateando en el silencio y la oscuridad cada vez mayores de la habitación, pero Candy no lo notó. Junto a ambos círculos trazó un tercero; tras dudar unos instantes, dibujó una «A» en el centro y después unió mediante unas líneas el círculo mayor con todos los demás; los tres círculos quedaron vinculados entre sí, al igual que los círculos que representaban a ella y a Albert. A un lado dibujó otro círculo pequeño, alejado de los anteriores, situado al este si uno tomaba al círculo mayor como centro; los otros tres estaban ubicados al sur y al oeste de los demás.
Una línea de puntos unía el círculo adornado con el birrete con el círculo más reciente, y junto a éste apareció un signo de interrogación.
Candy se inclinó hacia atrás. El gran círculo central parecía estar dotado de una docena de tentáculos que se aferraban a los más pequeños, y ahora el círculo central encogía los tentáculos y recogía su botín. Candy trazó una circunferencia de puntos alrededor del círculo central: una muralla, un límite poroso cuyos débiles rasgos parecían indicar que su creador tenía menos información al respecto que con respecto a todo lo demás.
Finalmente trazó una línea entre los círculos que representaban a Albert, pero tras un breve titubeo, la borró con el pulgar. Aún seguía visible, una sombra que se resistía a desaparecer. Candy sonrió y sacudió la cabeza; después se dio la vuelta, como si sólo en ese momento percibiera que la habitación estaba a oscuras. Recogió el pergamino, lo llevó hasta la ventana, lo dejó en el antepecho, retrocedió y lo contempló, arqueando las cejas.
A unos pasos de distancia se veía que una de las líneas, la que unía el círculo central con los círculos más pequeños, era más gruesa que todas las demás.
Candy entrecerró los ojos. Alzó la mano derecha y la examinó, observó el polvillo de carbón que le manchaba las puntas de los dedos como buscando un indicio de que su mano había sido dirigida por un poder invisible. Después se limpió la mano en su uniforme y volvió a contemplar el dibujo.
El trazo más sólido era el que conducía al círculo de Albert.
Candy agarró el dibujo con mucho cuidado, lo llevó hasta la chimenea y contempló cómo las llamas consumían el pergamino hasta que el último trozo carbonizado se convirtió en ceniza.
Volvió a abrir el libro: el Códice.
Bohemia, año 1572. En una abadía en ruinas, un niño de ocho años, Andrej, es testigo de un terrible baño de sangre: diez personas, entre ellas sus padres, son brutalmente asesinadas por un monje enloquecido. Nadie que no pertenezca a la comunidad puede enterarse de que esa matanza tuvo lugar; si se supiera, habría que explicar los motivos del monje: la biblioteca de la abadía oculta un preciado documento que supuestamente tiene el poder de anunciar el fin del mundo. Se trata del códice Gigas, un compendio del mal, La Biblia del Diablo que, se afirma, éste escribió en apenas una noche. Este códice parece llevarse por delante a quien se cruce en su camino... o regresarlo. Un día cualquiera, hace cientos de años, debía de haber ocurrido una catástrofe en el convento benedictino situado al sur de Bohemia, ahí donde ahora estaban excavando. Una catástrofe que, en contra de todas las reglas de su orden, llevó a los monjes a enterrar esos cadáveres al borde del cementerio, en una fosa común sin señalizar, y conservar el secreto hasta que el destino borró el convento de la faz de la tierra. Tal vez sólo se hubiera tratado de una de las numerosas tragedias ignotas y jamás aclaradas de la historia si el enigma que la rodea no estuviera relacionado con otro aún más antiguo: el enigma que rodea uno de los manuscritos más misteriosos de la historia eclesiástica: el Codex Gigas. La Biblia del Diablo. El manuscrito más importante del mundo fue redactado en el siglo XIII e incluso su creación está rodeada de leyendas.
Candy abrió una vez más aquel libro que había descubierto en la biblioteca de la abadía. Páginas enteras de hechizos y profecías... pactos, conjuros, maleficios y manipulación:
¿Como recuperar al amado de la distancia y de la muerte?
Pasó 1: listo —dijo mientras volvía a mirar las cenizas que habían quedado en la chimenea...
Pasó 2: Sangre... 3...Y ahora si.
Todo estaba hecho.
Lo había buscado y lo había arrancado de las mismas puertas del infierno.
Tal como Beatriz y su Dante.
William Albert Ardlay, su amado príncipe, su tío abuelo William, volvería con sus brazos abiertos a ella... a pesar de la distancia y a pesar hasta de la muerte.No obstante, con la muerte de Albert, el pasado pacto junto con la maldición Ardlay había llegado a su fin... y Candy, al usar el códex lo había desencadenado, una vez más.
ESTÁS LEYENDO
Bert
FanfictionEl accidente del tren en Italia tuvo su consecuencia... Y ahora está con Candy. Sin amnesia.